28 julio 2011

Reflexiones de un viajero

Hace tiempo que pienso que ya he visto más de lo que a una vida se le debiera permitir.
Cada vez más, al empezar una nueva ruta me repito que cuando sea mayor no volveré a tomar un avión, ni haré largos trayectos, ni conoceré nuevos países. Tampoco pasaré calor ni frío si no es porque en mi hogar, el tiempo cambia a su aire, y no volveré a probar nuevos manjares si no es porque cerca de casa, han abierto un nuevo restaurante que me apetece descubrir.
En realidad, a estas alturas, empiezo a mezclar paisajes y culturas, relaciono sin querer los años de construcción de un monumento con los mismos en los que, en la otra parte del mundo, se alzaban o catedrales o pirámides mayas o simplemente, casuchas para albergar a una nueva  familia. La arquitectura se me antoja parecida o con ciertos puntos en común, o quizás sean los materiales empleados aquí o allá, o más bien sean los motivos de sus construcciones, las idénticas causas que forman la base de este mundo hecho a la medida del ser humano, tan sencillo o complejo pero en definitiva tan esencial.
Incluso los olores de la nueva tierra a la que aterrizo me acercan a otros lugares y estos a  otros más. Este profundo olor de arroz que hoy impregna el aire me lleva hasta Bali, y el aroma a tubérculo ahumado a la brasa  me transporta hasta las chabolas de Guatemala y la parrilla en la que se fríen los pescados me hace volar por un momento hasta las costas de Senegal para perderme entre los baobabs mágicos que forman parte de mis sueños.
Los sabores de Thailandia que no probaré se juntarán con las exquisiteces de Nepal que no degusté y me recordarán por fin qué valor tan grande que tiene una buena hogaza de pan.





Y al final, todos los viajeros nos acabamos embelesando por un momento arrebatado:
el acto sencillo de plantar a mano en arrozales cubiertos en agua que hace de fiel espejo de palmeras y maizales, el gesto honesto de las familias que sonríen en lengua incomprensible tumbados en sus chozas bajo el clima tropical que te envuelve en sudor a cada paso.
Quedas asombrado por lo cotidiano, como el baile de olores que nace entre la humareda de un mercadillo a oscuras, alimentado por bombillas amarillas, donde sigues asándote de calor.
Atrás, en la retina, quedan los colosales vestigios de la historia por los que aprendes del nacimiento y muerte de civilizaciones enteras de nombres evocadores ,(el reino del Siam, los jemer, los lannan, sukhotai, ayutthaya)...
Todos ellos pronto formarán parte de tu subconsciente y, por falta de uso, se perderán para siempre entre la neblina del tiempo.
Sin embargo, a pesar de tanto viaje, mis excursiones personales siguen siendo tan distintas a estas como debe ser contemplar el mundo desde las estrellas, desde una nave espacial  especialmente diseñada para evitar mareos o vértigos, con la que disfrutar de la espectacular visión sin miedo alguno. Mi mundo tan pequeño es quizás derivado de todo ese otro al que he podido mirar de puntillas, suspendida también, porque en el fondo viajar no es vivir, sino cruzar como un funambulista por la vida de otros, para desaparecer, lentamente, al otro lado del cable que tensa dos mundos…
Puede que contemplar la otra parte me haya hecho amar mucho más el que tengo, el que me espera más allá de altas montañas y caudalosos ríos, el que huele a conocido, el simple y querido, el mío.

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