22 julio 2012

Sueño y Realidad

Durante años, mantuve intacto el mismo sueño infantil: me despertaba en casa de mis padres después de dormir allí la noche de Reyes. Debajo del árbol de Navidad, nos esperaban a toda la familia un montón de regalos. Los íbamos destapando entre risas y alboroto hasta que me decidía a girar la cabeza hacia la terraza y, como una aparición, un cachorro de perro aparecía corriendo desde el otro lado del patio. Para que esa imagen se hiciera realidad, año tras año incluí en mi lista de Reyes aquel preciado regalo y convertí en costumbre pasar esa noche mágica en mi antigua habitación de niña. Pero a pesar de lo redondo del sueño, nunca sucedió nada parecido...
Hace unos días, se presentó en casa un peluche blanco trotando con las orejas al viento. Aunque era lo que yo tanto había esperado no supe reaccionar. No era como lo había soñado: me parecía precioso, pero no había empezado a quererle. Todo aquello me hizo pensar en cuántas veces la realidad se desvía de la perfección de los sueños...
En la juventud, quién se libró de planear al detalle durante semanas una fantástica cita con una secuencia de cine: "...cuando vaya a saludarle, su colonia me aturdirá la mente y me sonreirá con los ojos para decirme cuánto le gusto a través de un gesto sutil. Cuando eso suceda, todos los los relojes se pararán y a nuestro alrededor la gente se quedará inmóvil para que nada nos distraiga...".

Sin embargo, para tí la realidad de esa tarde no fue exactamente así: él llegó tarde y al ir a saludarle, su frente albergaba gotitas de sudor y te hizo que no con la mano. Durante la velada, el camarero se acercó varias veces rompiendo la magia y aunque la conversación fue agradable, hubo incluso algún momento en que te pareció insípida y te descubriste mirando el móvil. A pesar de todo, con el tiempo, la recordaste como una experiencia absolutamente maravillosa.

Y quién no ha soñado despierto durante el tedio de un viaje en avión que en el aeropuerto su familia le estará esperando tras la puerta de salida. Poco importa que no lleven consigo el cartel de Bienvenido a casa. Es curioso, es una imagen que ha visto muchas veces y nunca es para él, y la esperanza es leve, pues lleva en sus espaldas muchos viajes de trabajo, un ajetreo que sólo él y algunos pasajeros conocen de sobra. Solo a veces, la imagen le retorna justo en el momento de cruzar las puertas que se abren ante su presencia, y por un instante se descubre pensando que ojalá los encontrara ahí fuera sonriéndome. Quizás cuando deje de esperarlo, ocurrirá sin más...

Y si soñamos despiertos, quién no pediría teletransportarse durante un largo invierno hasta un recóndito lugar brasileño, donde una enorme duna blanca se desliza hasta besar el mar, donde los caballos esperan a que baje la marea para seguir su camino por una playa infinita, donde cada tarde los lugareños juegan descalzos al fútbol mientras los mayores reparan sus redes sentados en barcas de colores…
Y finalmente un verano, ese soñador consigue llegar a ese paraíso y sin embargo está tan agotado de todo el año, que en lugar de mirar la luna, se pasa las noches enteras durmiendo. Por las tardes, no se atreve a jugar al fútbol o mira distraido las velas de colores, y d pronto le asalta el complejo de desconexión y le lleva a enchufar su portátil bajo las aspas del ventilador… Medio año más tarde, en la oficina, volverá a soñar con teletransportarse hasta aquel paraíso, pero ya no será posible.
Quizás los que soñamos despiertos tenemos la suerte de imaginar historias y la desgracia de esperar demasiado de la realidad, pero hay que saber esperar porque un día, inesperadamente, algo nos sorprenderá y entonces sueño y realidad se entrelazarán para crear verdadera MAGIA.

06 julio 2012

Nada que perder

Como todos los niños del mundo, una vez, quizás muchas, no sé, les pedí a mis padres un perro. Ellos hicieron lo que casi ninguno de los padres del mundo hace, acceder fácilmente a mi deseo. 

Lo curioso de ello es que, en realidad, lo que yo quería es tener a alguien dócil a quien explicarle mis problemas. Andaba ya por los doce, y comenzaban a despertarse demasiadas preguntas en mi cabecita. Yo quería un perro porque esperaba que, como sucedía en las películas de Lassie, cuando yo me sentara a su lado, el animal se quedaría erguido y atento junto a mí, para asentir con el hocico ante las visicitudes de aquellos tiempos... (Y se llamo Laisi, y le dimos nuestros apellidos).

Parece una cosa de niños, pero si pensamos un poco: ¿cuántas veces no hemos escogido a alguien dócil para contarle nuestros problemas? Quizás me atreva a ir un poco más allá para preguntarme si, más que dócil, lo que buscamos no sea un desconocido, lo suficiente para que no nos distraiga, para que no nos devuelva con un boomerang sus francas impresiones sobre lo que nos sucede. No queremos su opinión, solamente con su presencia es suficiente. No necesitamos sus palabras, pero sí su atención. Y su tiempo. Para poder echar por la borda todo afuera, sin filtros y sin temor a las apariencias, y luego quedarnos tan anchos.
Deberíamos dar las gracias a unos cuantos compañeros de viaje,
por aparecer justo en tonces y no abandonarnos,
por escuchar toda la historia y no dejarnos a medias,
por asentir simplemente, después de nuestra ascensión y bajada.
Callaron por prudencia, o no se atrevieron a juzgar los entresijos de nuestras contradicciones, pero justo por eso, nosotros nos sentimos un poco mejor para volver a empezar.
Lo más bonito, sin embargo, está aún por llegar, ya que, a pesar de ese casi absoluto monológo, muy a menudo, después de ese episodio, se fragua una verdadera amistad. Si el viajero no es, por supuesto, un absoluto desconocido o demasiado lejano…
Quizás la razón se encuentre en que en general compartimos poco nuestros sentimientos con los demás, así que, cuando un día alguien se atreve a hacerlo frente a nosotros, nos cambia su percepción para siempre. De repente  lo humanizamos, convirtiéndolo en un ser casi tan imperfecto como nosotros mismos y, justo desde entonces, empezamos a quererlo.
Ojalá nos soltáramos un poco, a pesar del miedo que da en nuestra sociedad, en la que la (primera) imagen es casi lo único que cuenta, si no llegamos a más.
Pero para luchar contra ello, solamente una última reflexión: es curioso que sea el día en que nos encontramos más débiles cuando nos decidimos a decirlo todo.
¿Será que sólo entonces nos damos cuenta que no tenemos nada que perder y sí todo por ganar? ...