29 abril 2012

Mensajitos de papel

¿Por qué no? Quizás algunos mensajes inocentes garabateados con prisas en un papel se convirtieron en notas importantes un día, o quizás no, quien sabe…pero si dejo volar a mi imaginación y que vaya hacia algún lugar conocido, a lo mejor averiguaré si fueron trascendentales  o no...


Abandonado encima de la mesa del comedor, un mensaje escrito a lápiz decía: si llegas antes que yo del trabajo, ¿puedes por favor poner a hervir las patatas?... Con empeño, peló, lavó y puso a cocer las patatas, siguió luego cortando la lechuga, los tomates y la cebolla para la ensalada, y continuó con ganas de ayudar. Fué su forma de agradecerle tantos años, así que cuando mi madre decidió volver al mundo laboral después de tantos años, encontró en mi padre un gran punto de apoyo.
El mensaje Bienvenida a casa, sigue aún colgado en la nevera, escrito con caligrafía larguilucha, y se ha convertido en una especie de amuleto de la suerte para que cada viaje sea de ida y vuelta, para que cada vez que entre a casa valore su perfume, su luz, mis cosas, mi vida…
Números y números, sumas y totales, todas ellas escritas con lápiz con la parsimonia que da tener todo el tiempo del mundo. Facturas, presupuestos y recibos que amarillean en pequeñas carpetas de color tierra cerradas con gomas elásticas… Esos son parte de los recuerdos que me vienen a la cabeza cuando pienso en las tardes en las que mi abuelo “hacía cuentas", ¿era en esto en los que pasaba las horas de nuestra siesta?...
Haz los deberes, ayuda a tu madre y no te pelees con tu hermana, decía un mensaje con rotulador azul, en la pizarra adhesiva enganchada en un lateral del armario de su habitación. Lo importante era quién lo escribía, un pequeño duende que vivía entre las sábanas de la cama, y el premio, pues si cumplías con el encargo, el edredón se llenaba de chucherías, de caramelos y de sonrisas.
Te he dejado crema catalana para cuando llegues, y al otro día eran fresas bañadas en moscatel y todos los lunes, para desayunar, chocolate a la taza con un cruasan comprado esa misma mañana. Así que a pesar de llegar tarde de la universidad o empezar con dudas un día más en el nuevo trabajo, siempre en casa había una sorpresa.
Y finalmente, los habituales post-its amarillos, donde ordeno los propósitos más vitales, aquellos que no debería olvidar: márcate unos límites, no te quejes tanto, descansa de vez en cuando,no olvides llamar al médico, recuerda que ellos no son como tú … No sé porqué pero esos post-its son revoltosos y desaparecen entre hojas blancas, revistas, carpetas..para luego volver a surgir, de repente, como un recordatorio tenue pero importante…
Si puedes, un día de estos desliza un trozo de papel con un mensaje cariñoso para que alguien empiece o termine bien su día, seguro que quedará enganchado en algún pliegue del tiempo como un bonito momento.

21 abril 2012

Un enigmático viaje

Aunque mi cabeza estaba llena a rebosar de indicadores macroeconómicos y de políticas sociales, mi mente seguía resistiéndose. Aún hoy me pregunto si el lugar donde me refugiaba era el cielo o sencillamente me perdía entre los olores de la primavera que se filtraban entre los árboles del parque. Mi rutina era invariable a aquellas horas: seguir andando hasta llegar al paso de peatones y luego bajar por las escaleras de la estación de metro igual que decenas de estudiantes.

Mientras descendía, me iban invadiendo los olores subterráneos y los sonidos de cada día: al pasar la tarjeta y traspasar la barra giratoria, al escuchar el silbido del viento al llegar el tren... No sé porqué, al oir la señal que indicaba que ya no podía subir nadie más, me asaltaba una duda: ¿podría ser capaz de estudiar un rato? Y para ahuyentar la pereza, justo cuando conseguía cazar un asiento libre, abría con decisión la cartera que llevaba meses fastidiándome el hombro y sacaba el libro naranja de microeconomía y un rotulador fluorescente con el que iba a subrayarlo casi todo.

Sin embargo, a los cinco minutos, mi mente resentida se ponía a observar los zapatos que me contaban historias anónimas. O si no, fijaba la vista en las manos relajadas sobre regazos que se tambaleaban hacia los lados durante las curvas como si tararearan una vieja canción.
Mi barriga seguía gimoteando de hambre cuando de repente se sentó a mi lado una mujer excesivamente alta, a la que le acompañaba un señor que podría tener todos los años del mundo, que se quedó de pie como su fuera su guardaespaldas. En seguida supe que se había girado hacia mí y que no quitaba ojo de mi libro naranja, así que disimulé tratando de concentrarme en aquellas páginas sin alma.

Al cabo de unos minutos, su voz ronca interrumpió mis cábalas sobre qué estaría mirando. Me preguntó qué estaba estudiando, se interesó por mis avances, pero rápidamente su mente indómita me reveló lo que necesitaba explicar desde hacía mucho tiempo. Mientras me contaba su historia, no la miré ni una vez a los ojos, porque su cara grande y sus ojos hundidos me daban un poco de miedo, pero sobre todo, porque lo que decía tenía una profundidad que conmovía. Tenía las manos llenas de anillos, y al moverlas, las pulseras de bisutería barata se estremecían. Me habló sin detenerse de una juventud llena de sueños truncados por la cruda realidad. Me habló de lugares sórdidos en los que de vez en cuando fulguraban pequeñas estrellas. También ella una vez pensó en estudiar como yo pero no pudo ser...
Me sumergí por completo en su historia y no me dí cuenta que el metro seguía abriendo y cerrando sus puertas con la misma cadencia y señal que ya no lograba despertar a los que seguían soñando con una vida mejor. De repente, el señor que tenía todos los años del mundo, le tocó el hombro con suma levedad y su voz ronca solo atinó a decirme una frase más: no dejes de buscar tu verdadero camino. Entonces se arregló la peluca, se levantó con mucho cuidado y se alisó la falda de color rojo vino. La gente que aún no dormía siguió con la mirada los movimientos de unas caderas que no existían y luego se giraron hacia mí con una mezcla de tristeza y reprobación.
Aún hoy recuerdo aquella despedida y sus palabras retornan de vez en cuando hasta mi mente orgullosa, sobre todo cuando las primeras líneas de una página en blanco me hacen bajar de las escaleras hacia un nuevo viaje…

15 abril 2012

Dejar o no dejar atrás, esa es la cuestión

“Yo ya he dejado atrás nombres y teléfonos,
Yo ya he dejado atrás el miedo al ridículo,
Yo ya he dejado atrás los sábados insólitos,
en los que andaba haciendo el tonto…”
¿soy la única a la que este estribillo transporta al dulce desvarío de una época pasada?, ¿soy la única a la que estas frases arrastran hasta una estación donde siempre es verano, a un lugar lleno de mucha gente feliz, hacia un instante inolvidable y mágico?
Yo ya he dejado atrás nombres y teléfonos, aunque algunos teléfonos sean tan exóticos como los de las antiguas cabinas de Telefónica, como la de la Plaza del Ayuntamiento, donde en las tardes de sábado de nuestros quince años nos dedicábamos a llamar a todos los chicos de la lista. La mayoría de veces, la voz de una madre nos contestaba después de dos o tres tonos y como respuesta obtenía solo unas risas sofocadas antes de oir el sonido seco del auricular al desplomarse. Otras veces, la más atrevida de nosotras preguntaba si Óscar, David, Luís o Pere podía ponerse al teléfono… Ése era, sin duda, el momento de tensión máxima.
Pero la tensión nos envolvía también mucho más tarde, cuando al abrigo de la discreción que nos otorgó el gran invento del móvil, jugábamos a decirle al chico que nos gustaba, en un alarde de orgullo, en la puerta de la discoteca, que si lograba recordar nuestro número, obtendría una respuesta al otro lado de la linea del corazón. Solo tienes que memorizarlo: ...3210403...
Yo ya he dejado atrás el miedo al ridículo, especialmente el que me aterraba justo cuando regresabámos cargados hasta los topes hasta la montaña de prados verdes, y volvía a ser el primer día del verano: ¿los que habían sido mis amigos el año pasado se acordarían de mi y volverían a aceptarme en su grupo?.
Durante mucho tiempo, la necesidad de pertenencia me hizo ser ridícula: llegué a adoptar las palabras del grupo en lugar de inventarme las propias, incluso imité sus andares, aunque me costara, ya que sentía escalofríos al pensar que alguien podía estar observándome. 
Por eso vestí su marca de pantalones, adoré a sus idolos musicales y sus actores favoritos fueron también los míos…hasta que un día, el ridículo me dejó libre y pude empezar a opinar por mi misma. Aunque al hacerlo, ya mucho más tarde, creara algunas situaciones ridículas, y es que hablar de griegos y romanos, del mensaje de las películas, de sucesos novelescos y de cien mil sueños, bajo un lenguaje muy particular, no fue la mejor estrategia para mi integración profesional.
Yo ya he dejado atrás los sábados insólitos, en los que andaba haciendo el tonto, en los que me atrevía a casi todo después de decir las palabras mágicas: 1,2,3. Hacer el tonto siempre ha sido uno de mis planes favoritos, por eso nunca los limité a los sábados ni a entornos festivos.
Tarareo canciones inventadas al subir las escaleras de casa desde tiempo inmemorial y bailar agarrados por la calle es y será mi ideal romántico forever. Con el tiempo, un sinfín de arrugas demuestran que soy transparente a las emociones e incluso algunas cajeras de supermercado, guardias de seguridad, cobradores de parking, taxistas, conductores de autobús, maîtres de restaurantes, osteópatas y otros más, pueden dar testimonio de que una chica un poco especial un día les hizo preguntas un poco extrañas mientras sonreía con desparpajo.
Hace poco pensé que realmente con lo que nos quedaríamos es aquello que una vez nos atrevimos o quizás no debímos, pues lo pasamos en grande sin pensar en mañana. En el clan de los racionales en el que estoy adscrita, quizás esto tenga mucho sentido. Si eso es cierto, espero no dejar atrás ninguno de los hermosos momentos que me faltan por vivir. Así que estaré muy atenta al momento para hacer el tonto.

Inspirado en la canción Nombres y Teléfonos, de Francisco Nixon.

02 abril 2012

El paisaje de las norias



Siempre me ha parecido muy agobiante la imagen que nos asemeja a un ratón que da vueltas en una rueda hasta desfallecer porque no sabe cómo parar. En el mundo laboral que yo conozco, también existen ruedas así, aunque aparentemente parece bastante sencillo decir basta. Y si las imagino a mi manera, me recuerdan más bien a enormes norias de colores, brillantes y majestuosas. 

Como niños, nos subimos con anhelo cuando por fin tenemos edad para traspasar la barrera de entrada del primer trabajo. “Para licenciados con alto potencial”, reza una señal luminosa justo antes de entrar. Pletóricos, con varias descargas de adrenalina, medio atemorizados por la emoción, damos un paso hacia adentro mientras nuestros padres nos saludan con la mano, orgullosos de que su hijo haya entrado en una gran empresa. La abuela, a su lado, sentencia con una amplia sonrisa: “lo difícil es entrar, pero una vez dentro, es para toda la vida”.
Sin embargo, en función de quién nos toque en el viaje o de quién dirija la atracción, esa rueda, o más bien, esa preciosa noria, poco a poco empieza a perder su grandeza.
Será porque con el tiempo, ya no somos tan niños y la visión de nuestro alrededor cambia. Será porque, a base de vueltas sobre el mismo eje, paulatinamente vamos consolidando nuestros movimientos y llegamos a percibir incluso otras cosas: la organización no se mueve con agilidad y aunque seguimos con ganas, la ilusión ha retrocedido debido a algunos sinsabores. Además, alguien nos ha dicho que si nos fijamos en el horizonte, más allá de la nuestra, veremos que hay otras norias mayores.
Desde ese día empezamos a girar la cabeza, y al observar mejor, aparecen otros carteles luminosos, luces de neón con frases sugerentes: “empresa referente en el sector busca empleados con ganas de desarrollarse profesionalmente” … Y entonces nos preguntamos: "si no me atrevo con este nuevo reto, ¿querrá decir que soy un conformista?, si no pruebo a subirme, ¿significará que no quiero crecer?...¡Yo quiero vivir cosas nuevas, quiero ser más grande…!". 

Una vez acomodados en la magnífica nueva atracción, no podemos evitar mirar un momento hacia atrás, donde a lo lejos, la rueda anterior nos parece mucho más pequeña, demasiado sencilla. Mientras tanto, nuestros padres y la abuela nos siguen con la mirada llena de felicidad, mientras susurran: “¡ él si que llegará lejos..!”.
Y ciertamente viajamos mucho más, porque saltamos a otra rueda y a una más, hasta que un día llega la crisis, se apagan las luces y cambia para siempre el cuento.
Sin embargo, durante todo el viaje, en el que hemos ido dando saltos para ir a dar vueltas sobre un nuevo eje, nos hemos ido dando cuenta de algo extraño:  todo aquello tan prioritario por lo que luchábamos en cada lugar se nos iba olvidando desde el instante siguiente de cambiar de noria.

Y es que el trabajo en sí mismo no tiene la profundidad de una reflexión con tu amigo del alma, ni el sabor delicioso del pastel de cumpleaños que trajo ayer un compañero. Las cifras de negocio nunca sorprenderán tanto como la historia que nos contó a tí y a mí nuestra amiga a escondidas en la sala de reuniones, y las palabras del gran jefe nunca te dejarán sin habla como el instante en que ella pasó por tu lado. Ninguna pantalla de ordenador hace desternirllarse de risa y sin embargo, cuántas veces nos hemos reido juntos de todo y de todos ante una segunda ronda después del trabajo. La carrera profesional no es una aventura si no nos juntamos todos para vivirla y reirnos de ella. ¡Ojalá busquemos un momento para hacer más lento el pedaleo y tengamos por fin la oportunidad de ser felices.

A miles de kilómetros, en un diminuto planeta, habita un pequeño principe al que le gusta contemplar otros mundos con el telescopio. Hoy, ha enfocado hacia la tierra y después de un breve silencio, le ha dicho a su orgullosa y amada rosa: “hoy he visto un planeta con un paisaje muy extraño: en lugar de montañas y ríos, su superfície la ocupan norias de vivos colores. Y dentro de cada una, hay mucha gente que con sus suspiros, les dan cuerda.”


Dedicado a los que empezaron a trabajar en los 90, a los yuppies de antaño.