20 agosto 2015

Un verano más...

Quizás madurar (también) signifique aprender a decir adiós sin despedirse…

Cae ya la tarde de finales de agosto tras el mar, crecientes nubes de algodón surcan el cielo y todo respira silencio. La imagen se desvanece inesperadamente con un chapoteo y el estallido de una carcajada en un jardín cercano.
Automáticamente pienso: “son unos jóvenes jugando…”. Me vuelvo a concentrar y me dejo envolver de nuevo por la música aunque se me queda congelada en un rincón del alma esa risa intensa: “me gustaría poder reírme así, sin más, por nada”.

Ya lo anticipábamos, aunque no nos atrevíamos a decirlo por si era cierto: hacerse mayor tampoco debía tener tantas ventajas…

Cada aprendizaje que hemos logrado interiorizar nos ha ayudado a no volver a caer en el error, pero sin embargo nos ha hecho olvidar cuánto necesitamos sentir que hemos traspasado los límites y contemplar hasta dónde hemos llegado. (Más de lo que esperábamos, más de lo que debíamos)...
Las ansias por descubrir, por probar, por conocer a aquellas personas y aprender con ellas un poco más, se nos han ido desgastando tras la puerta de nuestros estrenados nuevos hogares. Al abrigo de lo conocido, con el calor de quién ya nos conoce de hace mucho, nada puede sobresaltarnos…
¿Alguien se acuerda de salir afuera y adivinar los mensajes que nos trae la lluvia de estrellas en las noches de verano?

Recuerdo que entonces los días de estío eran eternos, intensos y sorprendentes... ¿por qué ahora los meses parecen esfumarse sigilosamente como las hojas barridas por el otoño?. 
Creo que somos nosotros los que ya no queremos saber nada, ¡nos sentimos tan cansados, después de haber cumplido tantas obligaciones...!.

Quizás no esté bien visto que compartamos sueños insignificantes mientras el mundo anda tan revuelto, a lo mejor no es adecuado que gritemos bobadas cuando las "cosas" a nuestro alrededor “están como están”, seguramente no es serio carcajearnos de todo sabiendo que muy cerca, algunas personas sufren, pero quizás de tanto negarnos se vaya construyendo una armadura que repela el sentir. (¿Cuándo lo echaremos de menos y lo iremos a buscar?).

Puede que esa sea la madeja en la que nos enredamos mientras madurábamos, mientras experimentábamos lo que dolía y lo que nos era impermeable al alma. Y en esa coraza es en la que andamos respirando por no importunar, por no herir, por no parecer ajenos a lo que sucede… 

(...)

Justo en el final del séptimo curso, en la clase ocurrió una tragedia (al menos, así lo recuerdo yo): una de nuestras compañeras nos dejaba para marcharse con su familia muy, muy lejos (a Jaén). "Nunca más volveremos a verla".
Durante ese día de despedida, todas las niñas de la clase fueron cayendo sucesivamente en un llanto sincero y sonoro. Yo asistí a ese espectáculo con una desazón creciente: a pesar de que me daba pena quedarme sin mi amiga, las lágrimas no acudían a mí, y el no llorar como las demás, significaba que no era capaz de sentir. Con esfuerzo, llegué a conseguirlo, pero esa imagen se congeló para siempre en mi memoria…

Me he pasado la vida entera intentando no tener que despedirme de los seres queridos, pero no sé porqué, ahora los dejo marchar de forma natural, como parte del juego vital...


Quizás madurar (también) signifique aprender a decir adiós sin despedirse…