31 diciembre 2014

En la ciudad

En estos días en los que me detengo, sin quererlo o sin contarlo, delante del año que se va poniendo tras de mi en el horizonte, en mi mente no deja de aparecer la misma imagen, una y otra vez, como si al hacerlo, me estuviera obligando a describirla, a contarla...

Amanece igual que ayer en la Ciudad, aunque para mí hoy no sea igual que ayer:
Esta Ciudad se ha vuelto casi una desconocida, hace mucho tiempo que me alejé de sus ruidos, de sus despertares y su devenir. Hasta hoy solo había vuelto muy de vez en cuando a lugares acordados, donde me esperaban lo que hiciese falta, me contaban con detalle, mientras escuchaba y reflexionaba. Con devolver tres frases con sentido común ya estaba, de nuevo hacia casa, lejos del leve siseo de los abrigos al andar, del taconeo de los zapatos, de las voces al elevarse unas sobre otras...Hoy tengo que reencontrarme con Ella, aprender a quererla.

Si me quedé mucho tiempo resguardada en lo conocido, hoy no tengo más remedio que salir a la calle, mezclarme entre el bullicio y recorrer esta compleja Ciudad hasta encontrar las puertas adecuadas, averiguar la llave que abre la entrada, buscar entre mis discursos la contraseña exacta con la que ser bienvenida. Hoy tengo que volver a convencer a sus propietarios como si fuera mi primera vez...

Y por si fuera poco, algo le ha sucedido a mi persona: me dí cuenta enseguida, ya que justo al pisar la acera, los transeúntes empezaron a girar sutilmente sus cabezas, y es que ha mudado el color de mi piel y ahora soy más transparente. Y al pasar por delante de la tentación de los espejos, ya no se refleja el toque dorado de mis antiguas ropas. Hoy las prendas me vienen un poco más grandes, ya que también he encogido, me he hecho más pequeña. Si ahora todos son más altos que yo..., ¿tendré que hacer de nuevo cabriolas para que me vean, o quizás andar a saltos entre la gente?, ¿tendré que sonreír constantemente para que me miren?...

La Ciudad parece hoy más grande, más extensa y peligrosa, porque es fácil perderse, confundirse y no encontrarse. Por eso reconozco que tengo dudas durante el trayecto y a menudo miro hacia atrás y a pesar de mi seguridad, hasta pregunto a los que están más cerca de mí. Aunque algunas veces, a pesar de su amabilidad, o no me indican bien, o creen que saben el destino y no es tal, o se sienten un poco solos y en realidad quieren que les acompañe un rato, o tienen prisa por perderse de nuevo ...De todo se va aprendiendo durante el camino, especialmente que de nada sirven las prisas.

Volver a tener el tiempo y la obligación de contemplar de nuevo esta Ciudad me transporta a otros mundos, a otras realidades u otras formas de entender la vida, y tanto me llega a inspirar que me entusiasmo y dejo volar imaginación, raciocinio e ilusión a la vez, y por eso a menudo tropiezo y me doy cuenta que lo que parecía ser, era tan solo un espejismo, una ráfaga de calidez en medio del frío invierno. No me queda otra que levantarme y recomponerme, yo siempre muy digna, poniendo muy recta la espalda, después de ajustarme el gorro y subir la cremallera del abrigo. A seguir caminando, experimentando y aprendiendo...

Y he descubierto algo con lo que no contaba, ¡las personas!, hay tantas y tan diversas que han llegado a abrumarme: a algunas acudo, otras vienen corriendo hacia mí, unas se van cruzando o alejando sin más, otras me paran y me aconsejan, unas pocas me lían y me vuelven a liar...Aunque solo algunas me importan de verdad, soy generosa en regalarles la sonrisa, porque ese pequeño gesto hace que por un instante se produzca un destello infinito y sincero.


Amanece igual que ayer en la Ciudad, aunque para mí hoy no sea igual que ayer:

Vuelvo a una Ciudad en la que ahora cuesta más que me vean, porque soy pequeña, a pesar de que siempre sonrío. Vuelvo a una Ciudad llena de gente, pero en la que muchos han perdido las ganas de escuchar, de creer...Entonces, ¿cómo voy a conseguir que me entiendan?...

No hay prisa, esta es una larga y hermosa aventura: tengo todo el año por delante para brillar de nuevo, y a pesar que mi traje ya no resplandece, tengo una energía interior que late con fuerza. Y como ahora soy transparente, será más sencillo hacerla emerger para deslumbrar como nunca.


30 noviembre 2014

Una pastilla de menta...

¿Y si fuera posible tomar una pastilla de menta, como aquella que tomaban los niños para aprender idiomas, geografía, matemáticas en Cuentos por teléfono de Gianni Rodari y, durante unas horas, nos borrara de la mente los prejuicios hacia los demás?
Durante ese tiempo, seríamos impermeables a aquellos ojos que siempre ven más allá de lo que se percibe, que perciben más allá de la verdad y seríamos parecidos los unos y los otros. De esa igualdad se desenrollaría una cuerda invisible que nos uniría a todos con anécdotas cercanas, por deseos aún no cumplidos, por guiños y miradas cómplices. Y de esa unión que nace de lo más profundo, de la emoción y el sentimiento, se dibujaría una larga escalera que comenzaríamos a subir juntos, sumando fuerzas, dejando escapar lastres inútiles que manteníamos casi por orgullo. 
Durante el trayecto nos iríamos animando y riendo incluso de nosotros mismos e iríamos convenciéndonos de que lo importante no es hacía dónde, sino cuán de agradable es el camino. Y al final de la escalera, ¡qué más da el final!, cada uno sería más grande y auténtico, más ligero y más feliz, a pesar del esfuerzo, porque sin él, no le otorgaríamos ningún valor.


Si no existieran, por unas horas, los prejuicios, nos abandonarían también, por un rato, aquellos miedos que nos bloquean a hablar de aquello que realmente nos preocupa. Y sin ellos, nos escucharíamos compartir frases a las que nunca habíamos puesto voz, y mientras las palabras van llenando el espacio, su música nos reconfortaría y nos proporcionaría el suficiente valor para enfrentarnos o para dejarlos pasar. Y quizás, en el diálogo con aquellos que durante este tiempo son como nosotros, nos dejaríamos acariciar por el eco de sus consejos, reflexionaríamos con aquel punto de vista que nunca se nos había ocurrido explorar. Y al final de la noche conseguiríamos exclamar, sin filtros, que podemos contrarrestar cada pena con una alegría, apagar cada contratiempo con una anécdota que puede hacernos estallar de risa.

Si algunas noches fuera posible tomar una pastilla de menta para olvidar por unas horas los prejuicios ajenos, estas se convertirían en noches reversibles, las cenas serían eventos emocionantes, las conversaciones, pura energía, las risas, sal y pimienta para el corazón. ¡Gracias por hacerlo posible!

22 noviembre 2014

Un torrente de agua fresca

La luz empieza a colarse, tímida pero firme, en la habitación y entonces empiezo a notar que me estoy despertando. Y no quiero, al menos no antes que suene el despertador. Me concentro en volver a dormirme y aprovechar los últimos minutos de vacío mental pero ya no puede ser así que con esos movimientos tan conocidos, simples y rápidos decido saltar de la cama y apagar la alarma inútil.
Cada uno es como es y a estas alturas difícilmente voy a empezar una batalla contra mí misma, pero es que voy de más a menos durante el día, y siento que quizás ahora debería ahorrar un poco más. Recargada la energía cada mañana, me dedico a ir soltando esa preciada gasolina durante horas hasta acabar agotada cuando cae la noche. Y hasta ahora no he podido controlarlo. No me doy cuenta de cuándo empieza a suceder, solo soy consciente de ello cuando me oigo hablando a gran velocidad, cuando empiezo a perder palabras entre las frases, cuando me escucho en un tono de voz apasionado, entregada a relacionar esto con aquello y aún más allá, sorbiendo, respirando todo el aire a mi alrededor. 
A menudo forma parte de un viaje, que sé dónde empieza pero no dónde acaba, surtido de ejemplos que surgen alborotados y sonrientes al sentirse llamados por una selectiva memoria.
Y si a los que me escuchan les gusta perderse, les miraré un momento y me dejaré balancear de esto hacia aquello hasta acabar en algo sugerente, fantástico, adorado, pequeño y querido…Justo entonces, un sutil pestañeo me empujará a rebobinar hacia atrás a gran velocidad, intentando que no se note demasiado, hasta aquel punto en el que empecé a perderme en mi madeja de encajes, en mi torrente de historietas...

Un amigo mío se sorprendía de cómo podían llegar a suceder todas aquellas historietas cotidianas que yo le contaba, aquellas donde los desconocidos me decían 'mañana lo dejo', o 'cuidado que llegan los extraterrestres!' o 'te importaría revisarme el inicio de mi novela?' o 'a mí también me gusta el desierto, porque te deja como detenido, sabes?'...Las historietas me paraban durante unos minutos y luego se iban desvaneciendo entre las calles de la poderosa ciudad, que sabe engullir sin descanso tantas vidas y hacerlas invisibles…


Por eso, cuando me oigo hablar a gran velocidad, cuando comienzo a perder las palabras entre las frases, sé que el cable está conectado e iré vaciando el torrente de energía para regalarlo condensado entre risas y palabras. Y si a los que me escuchan les gusta jugar, tomarán mi historia para hacerla suya, y solo entonces, se producirá un efecto mágico, imprevisible: las experiencias se mezclan, se entrecruzan, se hacen grandes y nos sobrevuelan. Ya no hará falta rebobinar atrás, qué importa dónde empezamos, porque donde nos hemos trasladado es un espacio más puro, compuesto de notas chispeantes, rescatadas de la memoria, un torrente donde siempre fluye el agua fresca. 

24 octubre 2014

El fin de la resistencia

Hace unos años, cuando mi energía era mayor y por tanto mayor era la certeza de que nadie ni nada podían vencerme, acepté a someterme a un estúpido juego: tenía que cerrar los ojos e imaginarme que me hallaba en una habitación sin puertas ni ventanas. Alguien me había encerrado. Al poco rato de estar ahí, y después de acostumbrarme a la oscuridad y confirmar que estaba sola, oí un chasquido metálico. Entonces, muy lentamente, las paredes del cubículo empezaron a cerrarse, estrechando el espacio en el que yo me hallaba. Una voz me dijo: solo te quedan unos minutos, ¿cómo vas a hacerlo para escapar?... 

Empecé a pensar y cualquier cosa me parecía imposible de realizar pero seguí pensando, cada vez más aprisa, pero estaba tan angustiada que me bloqueé. Sentía como se iban acercando las paredes y el aire se iba haciendo más y más denso. Piensa, piensa, me susurraba la voz, ¿no se te ocurre nada? Esto se va a acabar dentro de poco… Ya no podía ni pensar en nada, solo quería que aquello terminara de una vez por todas. Cuando lo vi todo perdido exclamé: Pues da igual, me duermo, pensaré que todo ha sido un sueño y luego me despertaré…
El juego pretendía averiguar hasta dónde era capaz de resistir, y en mi caso, preferí morir aplastada o engañada por un sueño, que gritar esto es mentira, no quiero jugar más y abrir los ojos.
Supongo que nuestro comportamiento viene muy determinado por cómo nos han educado y lo que nos ha tocado vivir. En casa, he visto a mis mayores entregarse por otros mayores, aunque a veces no fuera ni justo ni valorado, o dejarse la piel hasta no poder más por sus pequeños, sin pensar que cuando crecieran ni siquiera lo tendrían en cuenta.
En casa, he tenido que esforzarme por no hablar de más para no herir a otros, aunque algunas veces no evitara que otros sufrieran y he tenido que resistirme a mis impulsos porque había normas y responsabilidades unas veces, o porque no me escuchaban, en otras. Lo que me quedó muy claro es que para lo que realmente valía la pena había que luchar mucho y no desfallecer a mitad del camino.

Y este camino empezaba en la infancia y seguía, a pesar de la rebeldía, en la adolescencia. Y la senda continuaba en la universidad donde aprendías poco  y aguantabas mucho, especialmente a aquel profesor que ni se esforzaba en agradarte, en ilusionarte, en despertarte…Aún en sueños, sin embargo, continuabas resistiéndote a pensar que quizás aquello no era para ti.
Cuando al fin te liberabas de los exámenes, entrabas en una especie de parque particular, donde conocías a otros iguales que tú, con distintos pasados y un destino común: prosperar, aprender, ser visibles a los ojos de los nuevos mayores. Y eso acabó suponiendo aguantar de nuevo, aprender a superar la frustración o el cansancio. Y poco a poco todos aprendimos a mesurar las palabras, a evitar la emoción, a aparcar la pasión y a prescindir de la naturalidad como parte del juego.


Son tantos años viviendo así que ahora es difícil saber cómo nos quitamos todo ese aprendizaje de encima. Y cómo vencer al hastío, cómo superar la indecisión. Y cómo vivir y sobrellevar la duda, cómo volver a dejarnos sentir. El cuerpo nos pide a gritos que dejemos de resistir, de resistirnos.

La madurez nos concede una oportunidad única, el fin de la resistencia: desde ahora y con tranquilidad podrás decir no me interesame alegro de ser como soy, tu a mi tampoco, ahí te quedas y yo me voy, te quiero de verdad... Es un buen momento para aprender de nuevo. 

24 septiembre 2014

Lo admito, yo también me lío

A veces me siento rechazada. ¿Suena fuerte, verdad? A mí, también.
El rechazo es SENTIR que a ti, y solo a ti, te dicen que no y es CREER, aunque sea solo por un instante, que ello no va a cambiar nunca.
Quizás no sea la palabra precisa, exacta, porque esta está impregnada de imágenes que duelen solo al imaginarlas:
Una puerta cerrada de un portazo, delante de las narices, mientras alguien intenta pedir perdón; una mirada que se gira, las solapas alzadas de una gabardina, mientras la persona que iba a su encuentro, se estremece…

Quizás no me sienta rechazada, sino menospreciada. ¿Mejor así?  
Ellos menosprecian mi tiempo, mi dedicación, mi empeño, mi pasión justo cuando se hace el silencio, cuando se apaga la luz, cuando la velocidad aleja su coche de la puerta de casa. Ellos me menosprecian cuando alzan el vuelo, cuando se despiden, cuando no se atreven a decirme que no y callan. 
¿Por qué no me había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, les hubiera dedicado menos tiempo y con suerte, les hubiera regalado mi energía a otros que lo necesitaban más. 
Sin embargo, me fue imposible percibirlo: cuando estábamos juntos parecían tan atentos y absortos que era difícil adivinar que más allá de aquello que habíamos compartido se levantaría una ráfaga de aire y esta desharía el hechizo y se olvidarían de todo.

Creo que ni siquiera me siento menospreciada, porque debo admitir que las personas nos liamos.
Ellos, y yo en su lugar; ellos, y yo en su posición, se nos olvidan a menudo la mayoría de promesas que compartimos, incluso aquellos planes que tanto deseamos nunca se llevan a cabo. La mayoría de las intenciones, buenas, verdaderas, que eran reales en aquel momento, jamás bajan a la tierra para convertirse en hechos. Y no somos del todo responsables, porque en realidad existe un enorme campo magnético que nos arrastra: vivimos en un mundo que nos exige no parar de rodar, nos atrapa y nos empequeñece, nos hace dudar de nuestras posibilidades, nos bloquea suavemente y nos ciega y ensordece, nos perturba los sueños y nos hace esforzarnos en pequeñeces. 
Ni siquiera nos ofrece algo tangible a cambio, salvo mantener lo que tenemos, aunque sea poco, aunque sea la montaña de promesas, planes, hermosas intenciones, que hemos ido amontonando y que dejaremos para el próximo año, o quizás, para la próxima vida.

Nos liamos, nos dejamos enredar suavemente y nos pasan las horas, y recorremos en un instante el trayecto del trabajo a casa, y nos pasa todo por delante, como embobados delante del televisor. Y olvidamos que quizás, por el camino, hemos compartido promesas, planes o intenciones con alguien. Y ese alguien se quedó por un momento, confuso: al principio notó una punzada de rechazo, más tarde se convirtió en el sabor del menosprecio y, por suerte, al final acertó con la respuesta: todas las personas se lían, y yo, también.

No queda otra que tener paciencia.