24 octubre 2014

El fin de la resistencia

Hace unos años, cuando mi energía era mayor y por tanto mayor era la certeza de que nadie ni nada podían vencerme, acepté a someterme a un estúpido juego: tenía que cerrar los ojos e imaginarme que me hallaba en una habitación sin puertas ni ventanas. Alguien me había encerrado. Al poco rato de estar ahí, y después de acostumbrarme a la oscuridad y confirmar que estaba sola, oí un chasquido metálico. Entonces, muy lentamente, las paredes del cubículo empezaron a cerrarse, estrechando el espacio en el que yo me hallaba. Una voz me dijo: solo te quedan unos minutos, ¿cómo vas a hacerlo para escapar?... 

Empecé a pensar y cualquier cosa me parecía imposible de realizar pero seguí pensando, cada vez más aprisa, pero estaba tan angustiada que me bloqueé. Sentía como se iban acercando las paredes y el aire se iba haciendo más y más denso. Piensa, piensa, me susurraba la voz, ¿no se te ocurre nada? Esto se va a acabar dentro de poco… Ya no podía ni pensar en nada, solo quería que aquello terminara de una vez por todas. Cuando lo vi todo perdido exclamé: Pues da igual, me duermo, pensaré que todo ha sido un sueño y luego me despertaré…
El juego pretendía averiguar hasta dónde era capaz de resistir, y en mi caso, preferí morir aplastada o engañada por un sueño, que gritar esto es mentira, no quiero jugar más y abrir los ojos.
Supongo que nuestro comportamiento viene muy determinado por cómo nos han educado y lo que nos ha tocado vivir. En casa, he visto a mis mayores entregarse por otros mayores, aunque a veces no fuera ni justo ni valorado, o dejarse la piel hasta no poder más por sus pequeños, sin pensar que cuando crecieran ni siquiera lo tendrían en cuenta.
En casa, he tenido que esforzarme por no hablar de más para no herir a otros, aunque algunas veces no evitara que otros sufrieran y he tenido que resistirme a mis impulsos porque había normas y responsabilidades unas veces, o porque no me escuchaban, en otras. Lo que me quedó muy claro es que para lo que realmente valía la pena había que luchar mucho y no desfallecer a mitad del camino.

Y este camino empezaba en la infancia y seguía, a pesar de la rebeldía, en la adolescencia. Y la senda continuaba en la universidad donde aprendías poco  y aguantabas mucho, especialmente a aquel profesor que ni se esforzaba en agradarte, en ilusionarte, en despertarte…Aún en sueños, sin embargo, continuabas resistiéndote a pensar que quizás aquello no era para ti.
Cuando al fin te liberabas de los exámenes, entrabas en una especie de parque particular, donde conocías a otros iguales que tú, con distintos pasados y un destino común: prosperar, aprender, ser visibles a los ojos de los nuevos mayores. Y eso acabó suponiendo aguantar de nuevo, aprender a superar la frustración o el cansancio. Y poco a poco todos aprendimos a mesurar las palabras, a evitar la emoción, a aparcar la pasión y a prescindir de la naturalidad como parte del juego.


Son tantos años viviendo así que ahora es difícil saber cómo nos quitamos todo ese aprendizaje de encima. Y cómo vencer al hastío, cómo superar la indecisión. Y cómo vivir y sobrellevar la duda, cómo volver a dejarnos sentir. El cuerpo nos pide a gritos que dejemos de resistir, de resistirnos.

La madurez nos concede una oportunidad única, el fin de la resistencia: desde ahora y con tranquilidad podrás decir no me interesame alegro de ser como soy, tu a mi tampoco, ahí te quedas y yo me voy, te quiero de verdad... Es un buen momento para aprender de nuevo.