Ni frío ni calor. Se elevan las teclas de un piano que va lentamente invadiendo la sala donde el televisor es solamente un cuadrado oscuro. Luego aparece la voz de William Fitzsimmons que susurra algo que no llego a comprender. Cuando la canción está terminando, suenan a lo lejos las campanas de las siete de la tarde que nunca antes había oído aunque siempre estuvieron ahí.


La tarde también se queda encantada por breves suspiros, tan calmada como el mar de una mañana de verano: umm, quién pudiera recibir en este instante el roce de un rayo de sol, una carícia de esa energía regeneradora. Pero toca esperar un poco más, la previsión del tiempo sigue dibujando una nube azul con dos gotitas de lluvia colgando…
El también espera, muy quieto, y también escucha, como yo, el trinar de los pájaros para los que efectivamente ya es primavera. Espera que alguna paloma se aventure a bajar hasta su césped verde a clapas por el que corretea risueño todo el día. Cuando suceda, él correrá y saltará hacia allí mientras ella alza el vuelo riéndose en su cara otra vez.
Mientras tanto, sigue sonando la lista de música, escogida para que me regale melodias acorde con el semblante gris que se le ha enganchado a la ciudad durante tod el fin de semana. El día sigue arrastrándose sigilosamente minuto a minuto, entre suspiros, melodía, silencios…
Aquí dentro, ni frío, ni calor.
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