21 abril 2012

Un enigmático viaje

Aunque mi cabeza estaba llena a rebosar de indicadores macroeconómicos y de políticas sociales, mi mente seguía resistiéndose. Aún hoy me pregunto si el lugar donde me refugiaba era el cielo o sencillamente me perdía entre los olores de la primavera que se filtraban entre los árboles del parque. Mi rutina era invariable a aquellas horas: seguir andando hasta llegar al paso de peatones y luego bajar por las escaleras de la estación de metro igual que decenas de estudiantes.

Mientras descendía, me iban invadiendo los olores subterráneos y los sonidos de cada día: al pasar la tarjeta y traspasar la barra giratoria, al escuchar el silbido del viento al llegar el tren... No sé porqué, al oir la señal que indicaba que ya no podía subir nadie más, me asaltaba una duda: ¿podría ser capaz de estudiar un rato? Y para ahuyentar la pereza, justo cuando conseguía cazar un asiento libre, abría con decisión la cartera que llevaba meses fastidiándome el hombro y sacaba el libro naranja de microeconomía y un rotulador fluorescente con el que iba a subrayarlo casi todo.

Sin embargo, a los cinco minutos, mi mente resentida se ponía a observar los zapatos que me contaban historias anónimas. O si no, fijaba la vista en las manos relajadas sobre regazos que se tambaleaban hacia los lados durante las curvas como si tararearan una vieja canción.
Mi barriga seguía gimoteando de hambre cuando de repente se sentó a mi lado una mujer excesivamente alta, a la que le acompañaba un señor que podría tener todos los años del mundo, que se quedó de pie como su fuera su guardaespaldas. En seguida supe que se había girado hacia mí y que no quitaba ojo de mi libro naranja, así que disimulé tratando de concentrarme en aquellas páginas sin alma.

Al cabo de unos minutos, su voz ronca interrumpió mis cábalas sobre qué estaría mirando. Me preguntó qué estaba estudiando, se interesó por mis avances, pero rápidamente su mente indómita me reveló lo que necesitaba explicar desde hacía mucho tiempo. Mientras me contaba su historia, no la miré ni una vez a los ojos, porque su cara grande y sus ojos hundidos me daban un poco de miedo, pero sobre todo, porque lo que decía tenía una profundidad que conmovía. Tenía las manos llenas de anillos, y al moverlas, las pulseras de bisutería barata se estremecían. Me habló sin detenerse de una juventud llena de sueños truncados por la cruda realidad. Me habló de lugares sórdidos en los que de vez en cuando fulguraban pequeñas estrellas. También ella una vez pensó en estudiar como yo pero no pudo ser...
Me sumergí por completo en su historia y no me dí cuenta que el metro seguía abriendo y cerrando sus puertas con la misma cadencia y señal que ya no lograba despertar a los que seguían soñando con una vida mejor. De repente, el señor que tenía todos los años del mundo, le tocó el hombro con suma levedad y su voz ronca solo atinó a decirme una frase más: no dejes de buscar tu verdadero camino. Entonces se arregló la peluca, se levantó con mucho cuidado y se alisó la falda de color rojo vino. La gente que aún no dormía siguió con la mirada los movimientos de unas caderas que no existían y luego se giraron hacia mí con una mezcla de tristeza y reprobación.
Aún hoy recuerdo aquella despedida y sus palabras retornan de vez en cuando hasta mi mente orgullosa, sobre todo cuando las primeras líneas de una página en blanco me hacen bajar de las escaleras hacia un nuevo viaje…

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