Siempre ha sido una de mis características ser una persona que prefiere dar a recibir, que reparte amor por doquier, que se fija mucho en los pequeños detalles para poder regalar algo que pueda hacer más felices a los demás.
Esta peculiaridad tiene que tener su origen en mis valores, en mi educación o en mis genes. Y si miro hacia atrás, reconozco sobretodo a dos personas: a mi abuelo y a mi padre. Creo que fueron ellos, por el cariño en que ponían en algunas pequeñas cosas tan persistentemente. No eran grandes enseñanzas ni largos discursos, simplemente eran gestos sencillos e inolvidables:
Mi abuelo por las tardes siempre se sentaba en su silla de un lado del comedor, debajo del cuadro con una naturaleza muerta, casi inmóvil, y las horas pasaban no sé si lentas o rápidas, me pregunto hoy en qué cosas debía de reflexionar. Sin embargo, justo a las seis, mi hermano y yo aparecíamos por la puerta porque era la hora del “pa i tall”: cuando llegábamos ya tenía asido un gran trozo de la barra de pan, de aquellas anchas y deliciosas, y con parsimonia, la iba partiendo con su cuchillo de mango verdoso, manejándolo de aquella manera que solo los abuelos pueden hacer. Nos iba dando rebanadas, una para mí, otra para él, otra para mi hermano.
Escondido en su puño tenía un trozo de fuet que iba regalando a sus nietos con tranquilidad y sin palabras. En el reloj de la pared, las agujas tocaban la media y el sol de junio daba un toque anaranjado a aquel comedor traspasando las cortinas de color beig. Su merienda era nuestro regalo diario que saboreábamos infinitamente.
Mi padre también me obsequiaba de pequeña con otro momento: cada mañana, muy pronto, mi padre preparaba su café con leche en la cocina antes de marcharse a trabajar. Mi despertador era aquel tintinear de la cucharilla en su taza de la mañana, y le avisaba: “estic desperta, papa”. Cuando esto pasaba, él sabia lo que había de hacer, dejar un poquito de azúcar en el fondo sin deshacer y un dedito de ese café con leche. En la cama, medio dormida, aquello era un manjar de los dioses: el dulzor del brebaje y el beso de mi padre que olía a recién afeitado y a su loción característica. El sueño me vencía justo cuando cerraba la puerta.
Mi abuelo y mi padre nunca dejaron de darme, era algo que estaba impregnado en sus genes:
Mi abuelo me dejó ganar cientos de veces al parchís disfrutando de mi alegría infantil y me engañó siempre para cambiar el mundo para verme feliz: los ratones que tanto me asustaban eran patatas que “rodolaven”, aquello blanco de las chuletas de cerdo era “allò bó”, el premio, y todos lo buscábamos con afán y el agua de las mangueras con las que regaba su huerto eran misteriosas y se encendían y apagaban de repente, a mis gritos…
Mi padre siempre seleccionó el corazón de la lechuga para su hija favorita e única, y compró los tomates de Montserrat y los rabanitos y el apio que le gustaban (y que le recordaban a los inviernos en que el abuelo aún vivía), y fue a por leche a un bar a media noche no fuera a faltarle el café con leche…Guardó siempre las noticias sobre arqueología para ella y mientras estudiaba, siempre tenía abierta la página de economía para que pudiera decirle “¡papá, esto lo estoy estudiando!”. Cuando ella se hizo mayor fue el primero en coleccionar el nombre de sus empresas y en compartir con sus amigos el orgullo de sentirse padre de una hija que era mucho más importante de lo que en realidad era.
Ambos le enseñaron cada día que lo que te hace más feliz es ver la cara de felicidad cuando te entregas, cuando te das a los seres queridos…
Y con tantos años de lecciones, acabé empapada de esa “manía” de dar. Y aunque lo intente, aunque a veces me imponga el ser un poco egoista, en seguida asoma por la puerta un duende travieso que me hace volver a intentarlo de nuevo. Suerte que eso me hace a mi también, como a ellos , extraordinariamente feliz.