A medida que
nos hacemos mayores, vamos abandonando por el camino los patrones que copiamos
hace tanto que ni recordamos que no son nuestros. En ese dejar, vamos recuperando nuestro verdadero yo. No nos damos cuenta hasta que un día nos sorprendemos haciendo gestos, imitando
frases o rememorando acciones de nuestros ancestros. Después de descubrirnos de tal modo, no podemos evitar sonreír desde dentro.
Hace mucho, mucho tiempo,
que aprendimos a imitar. Y aunque los que nos consideramos auténticos, (con lo que nos costó conseguirlo), rechacemos esta
palabra y evitemos usarla porque nos conecta con imágenes vividas de mediocridad, conformismo o falsedad, también nosotros
fuimos imitadores reincidentes durante años. Entonces solo queríamos algo muy simple, parecernos a los demás. Necesitábamos aprender para que nos identificaran con ellos, nos mimetizamos con el
entorno para que nos considerasen semejantes y nos tendieran la mano y nos aceptaran. “Yo solo quiero que me quieran”.


Primero, nos sorprende y luego, con la calma, sonreímos.
Y es que es mejor así, no vale la pena luchar contra ello, ¿para qué enviar
energía hacia algo contra lo que no podemos luchar?.
Uno de los muchos beneficios de madurar es el de aprender a despreocuparse
de lo que no podemos controlar. Solamente desde esa actitud, es posible volver a
construir castillos de naipes, de lego o de arena sin sentirse un crío; solamente desde esa actitud, es posible enredarse en nuevos proyectos que impliquen curiosear, investigar y jugar sin sentirse agotado, sino liviano.
Quizás la ligereza en la madurez
tiene un punto de falsa, porque somos conscientes de que algo hay en los bolsillos, pero eso mismo es lo que le permite quedarse, volverse confiada y flexible. La ligereza de antaño
era volátil y se estremecía a cada cambio de estación, la de ahora ya no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario