Nunca sabes lo que puede ocurrir al salir a la calle. Probablemente no pase nada de nada y vuelvas sobre tus pasos con la misma cara de aburrido con la que cerraste la puerta, pero de vez en cuando, si prestas atención, puedes observar cosas que te hacen reflexionar y hacerte sentir, al momento, un poco más vivo.
La otra noche, al pasear el perro en aquellas horas donde casi todo está en sombras excepto las luces de las ventanas y los bares que dan el partido del miércoles, me fui deteniendo en las esquinas sin darme cuenta para reflexionar sobre lo que había visto mientras caminaba tranquilamente por mi ciudad.
Al lado de casa, un muñeco vestido de Papa Noel descansaba en silencio entre los escombros de los containers de distintos colores. Daba lástima el pobre: en menos de un mes había pasado de ser el protagonista indiscutible de la Navidad a ser un torpe muñeco olvidado. Al verlo, Plug se lo llevó en la boca y trotó alegre calle abajo, pero en la siguiente esquina también el lo abandonó.
Más adelante, dirigí mis pasos hasta el bullicio de los bares de tapas con sus pantallas gigantes teñidas de verde hierba recién cortada, las cuales habían provocado que, por primera vez, los ojos de la mayoría de vecinos mirasen fíjamente hacia unos metros más adelante y no se hundiesen en el profundo universo de sus teléfonos.Como tampoco se fijaron en mi presencia, continué mi camino.
Me detuve y até a Plug a la pata de un banco y entré en uno de esos establecimientos sin horario a los que acudes cuando no queda más remedio, cuando, al llegar destrozado a casa, de repente abres la nevera y te das cuenta que está vacía. Una vez dentro del supermercado, cogí la cesta roja y repasé con insípida pasión las filas de alimentos para escoger cuáles iba a cenar aquella noche.También busqué un capricho: mis galletas del Príncipe, pero ese día no había. Ello me dió pie a tener la única conversación sin significado laboral. A través del cristal, sonreí a Plug que me esperaba recto como un señorito atado a su cadena roja.
En el camino de vuelta, decidí girar por otra calle más tranquila, sin bares. Más allá nos interrumpían un montón de muebles apoyados en la acera. Al otro lado de la calle, dos chicas o señoras trataban sin éxito de arrastrar un enorme sofá de tres plazas con el mayor disimulo posible, a pesar de aquella evidencia con tanto peso. Pensé que al llegar a su destino, descansarían cómodamente en aquel sofa. A mi me detuvo otra cosa: un pequeño detalle entre aquellos muebles tirados, un hermoso y antiguo parchís. Y de repenté me fuí hasta mi infancia.
A verlo vuelvo a escuchar el sonido del dado dentro del cubilete, pero también a mi abuelo diciéndome: “¡Venga, sopla antes de tirar, te dará suerte...! ¡Va, que si sacas un cinco, ganas!”. Gloriosas tardes de emoción y juegos…
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