10 noviembre 2012

Pleasantville

Al llegar a casa esta tarde, cansada aún de la semana, latente aún el runrun de los problemas que no puedo arreglar, me he quedado un instante quieta en la cocina y, rodeada de blanco y silencio, me ha venido a la mente la deliciosa película Pleasantville. Como siempre me pasa, de ella solo recuerdo breves flashes en blanco y negro y la patina de color que fué apareciendo a medida que se desarrollaba la película, así que para rememorarla tendré que juntar los antojos de mi memoria con un poco de imaginación.
Pleasantville es el nombre de un pueblo ideal con aires de los 50, donde todo es aparentemente perfecto, donde nunca pasa nada: allí los días empiezan con un mismo saludo a los vecinos al salir de la flamante casa unifamiliar y termina con un beso en la frente de cada niño antes de cerrar el interruptor de la luz. Allí no existen los peligros ni las crisis, ni las dudas ni el estres, pero sin embargo algo sucede, porque la vida se desliza lentamente en blanco y negro y no tiene destellos de color.
En Pleasantville no existe la cultura y las páginas de las novelas están en blanco. Los libros se amontonan en las estanterias como parte del decorado. Los niños no tienen que aprender más que simples modales en la escuela.
En Pleasantville, sus habitantes no sueñan por las noches en paraísos lejanos, ni anhelan tener lo que hoy se les niega. No saben lo que es la pobreza ni el odio, pero tampoco conocen lo que es el amor ni la pasión.
En Pleasantville, no hay nada más allá de la señal que indica el final del pueblo, pero nunca nadie ha tenido la curiosidad por ir a verlo.

Pero un día, la paz se ve interrumplida con la llegada de un par de muchachos que llegan a ese extraño pueblo desde el mundo real. Sin pretenderlo, estos chicos consiguen abrir los ojos y también los sentimientos a sus habitantes y llenar de color ese mágico lugar...
Un beso a la luz de la luna, contar despacio una historia fantástica a los maravillados oyentes, pintar un enorme paisaje en una pared vacía, darle una bofetada a alguien que se lo merece, regalar un ramo de flores silvestres, dejar el trabajo en un acto de rebeldía, gritar te quiero, estallar de risa delante de todos…

Y mientras todo ello va ocurriendo, la pantalla se va tiñendo lentamente de colores para poseer cada una de aquellas flamantes casas que se inundan de magia y de sombras, de pasión y angustia en un proceso que ya no tendrá vuelta atrás.
Hoy aquella película me ha inspirado porque, sin quererlo, me he dado cuenta que quizás me estoy desvaneciendo. Debe ser este cansancio que me invade en la semana.
Miro con detenimiento a mi alrededor y observo de nuevo la cocina. No es solamente blanca....
Si ya veo el color, ¿será porque esto está a punto de cambiar...?

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