Estoy cansada de la crisis. No sólo la económica, sino la del espíritu, la de la alegría, la de la esperanza. Ayer vi un programa en el que se veía una gráfica de los tres últimos grandes momentos de depresión económica: 1986, 1994 y 2012. Todos respondían a una causa histórico-político-económica, porque en los días que corren, no hay ninguno de esos factores que fluya por su cuenta y riesgo.
La recesión afecta especialmente a todas aquellas hormiguitas que ahorran con tesón para comprar un bonito regalo de cumpleaños para su amor, a las personas invisibles que visten con monos azules y que se dejan los ojos o los pulmones para llenar una hucha y poder irse con la familiar hasta la playa y allí disfrutar de un merecido descanso con el zumbido del mar y el olor a fritura. Son todos aquellos que no tienen excelentes abogados para negociar ni ostentan grandes cargos políticos. Ellos no conocen ningún secreto con el que poder amenazar. Son invisibles y sin embargo, salen en todos los listados de pago de Hacienda o de multas impagadas. Si cometen cualquier pequeña falta, se les perseguirá sin excepción.
Con este panorama es fácil desesperarse. Sin embargo, existe siempre una alternativa ante los malos momentos: hundirte con ellos o alejarte lo más posible; unirte a la negatividad o descubrir nuevas posibilidades.
Yo que nací en una casa de locos entrañables y de eternos soñadores, en la que nunca tuvimos grandes riquezas pero que supimos reirnos de todo, lo tengo un poco más fácil para ver el lado positivo. La gráfica de ayer me hizo detenerme a pensar en qué hacía yo en esos años y concluir que, ciertamente, vivimos y superamos cada uno de esos periodos. Lo importante es que, en cada uno de esos ciclos, mientras un cachito de mundo se hundía, a su lado, había otro que nacía.
Aquí un ejemplo personal:
El 86 fue un buen año, porque en la adolescencia todos los momentos son una sorpresa tras otra y, sobre todo, porque mi padre volvía a tener trabajo, después de estar más de un año en paro. Él fue uno de los que sufrió del cambio de paradigma tecnológico, en su caso, por la sustitución de las melódicas y emblemáticas máquinas de escribir por los ordenadores. Ya hacía unos años que se venía avisando de esa posibilidad, pero cuando las empresas empezaron a echar a centenas de personas a la calle, se convirtió en una catástrofe.
A otras familias también les había ocurrido, pero eso no mejoraba la depresión de mi padre: un día te levantas para empezar tu rutina habitual y te das cuenta que el despertador no suena porque ayer ya no lo pusiste. Tus hijos siguen desayunando en la cocina para ir a la escuela y sin embargo tú no tienes nada que hacer. Cuando sales a la calle, no sabes por dónde empezar a buscar, y “vas dando voces”, pero las puertas se van cerrando con el paso del tiempo y te vas quedando mudo porque las personas que confiabas que te podían ayudar, no te llaman. Tus hijos siguen necesitando crecer, alimentarse y comprarse ropa nueva, pero también necesitan de tus bromas, de tus risas…pero no te salen.
Un día alguien me preguntó cuándo me hice mayor, y me di cuenta que había incluso una fecha concreta: la noche en la que, desde mi cama, oí a mi padre murmurar: no sé qué puedo hacer, empiezo a entender porqué la gente es capaz de ponerse a robar…
Pero un día, la suerte cambió, por fin alguien oyó "las voces que había dado" y pudo empezar de nuevo a trabajar, en un puesto del que ya no se movió hasta su jubilación. Y a pesar que yo me volví mayor después de aquel episodio, aún tuve mucho tiempo y espacio para seguir creciendo entre risas y locuras caseras, para continuar estudiando y para ir descubriendo el mundo de la adolescencia con mis amigas, con las que bailaba al ritmo de la música disco, sin un solo pensamiento en la mente, las tardes de domingo.
Hagámoslo posible. Seguro que hay algo de positivo de todo esto...¡Sólo hay que buscarlo!
Hagámoslo posible. Seguro que hay algo de positivo de todo esto...¡Sólo hay que buscarlo!
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