Estoy sentada aquí, en la mesa blanca, empezando otro verano más, y mientras no se me ocurre nada, miro hacia un infinito que se me acaba pronto, al traspasar una puerta abierta de par en par y dar dos pasos hasta una pared encalada hace ya unos años. A sus pies, unas cuantas macetas se amontonan sin ninguna armonía, y sus inquilinas, cuatro plantas rescatadas del olvido, tratan de superar el mal trago de las altas temperaturas. Me gustaría encontrar la pista para empezar a desgranar una historia, o como mínimo un pensamiento. De momento, nada, en blanco, pero yo sigo tecleando por si en el taconeo de los dedos hallo una canción que me lleve hasta un cuento.
De repente, las plantas pachuchas, las macetas descoloridas, los chorretones de agua sucia en la pared, me llevan hasta una película antigua, de aquellas que pasan casi desapercibidas excepto por un detalle que las hace inolvidables: la película contaba la historia de un hombre normal, de unos cincuenta años, que había trabajado toda su vida en IBM, un gigante de la informática. Uno de tantos que imaginamos durante toda su jornada ante una pantalla de ordenador, en una mesa separada de otras por una pequeña mampara. Este señor era un hombre sin altibajos ni grandes pasiones, tampoco tenía familia cercana ni amigos del alma, pero su vida parecía aparentemente tranquila, hasta que, inesperadamente, un día pierde el trabajo y, por los avatares del destino, acaba viviendo en una especie de local social con otros como él.
Por casualidad, por factores que desconocía o que no pudo manejar, un día se sorprendío mirándose al espejo y no se reconoció. Se estaba lavando los dientes junto a personas desconocidas, en un sitio que no era el suyo, ante un espejo pequeño que no era el de su baño de siempre. Fué entoncés cuando se hundió, aunque no dijo una palabra, porque no estaba acostumbrado a hablar de sus sentimientos. Sin embargo, la película no trata de su caída, sino de su suerte, ya que en su divagar por la ciudad, se cruzó con una especie de ángel que le salvó por ser quien era en ese momento, un deshauciado. Al principio me chocó la elección de aquella señora, pero después de reflexionar un tiempo, lo entendí:
Existen personas que se sienten bien rescatando plantas medio secas que se acaban de abandonar, muebles antiguos que un día tuvieron vida pero que hoy esperan la muerte en un contáiner o peluches sucios y tuertos que alguien arrojó antes a la basura. Ellas recogen con primor todos esos desechos para darles una última oportunidad. Colocan la planta en una nueva maceta, la riegan adecuadamente de agua, sol y buenas palabras. Arrastran los muebles hasta casa, y los reparan para que renazcan de sus recuerdos. Lavan a mano los peluches y los tienden al sol y en cuanto se secan, les cosen sus heridas y los ponen en la cabecera de la cama. Así son felices. No valoran las cosas recien estrenadas, ni las esquisiteces, prefieren rehacer, recomponer, reconstruir...En definitiva, dar una nueva oportunidad a lo que ya otros no valoran.
Mientras pienso en esto, fijo de nuevo la mirada en mi pequeño infinito: la pared blanca, las macetas desiguales, las plantas rescatadas que se animan a seguir creciendo…y, en ese instante, sonrío.