Hoy estaba en una fiesta de cumpleaños en la que, como cada año, se repetía la misma escena: un pastel de chocolate con dos números humeantes estaba plantado en la mesa familiar y todos los invitados excepto uno, se alineaban a un lado, forzando una tenue sonrisa. Por fin, el flash ha hecho un chasquido y el retrato ha quedado congelado en la pantalla de la cámara. Justo después, la cámara de fotos ha volado de mano en mano para que cada uno pudiera observarse detenidamente y valorar lo bien que había quedado. Todos hemos hecho exactadamente eso, pero la única que ha hablado ha sido la abuelita, que al verse, ha declarado, sin más: mirad a la viejecita… y ha sonreído. Quizás nadie se haya dado cuenta de ese detalle, pero a mí me ha hecho reflexionar: ¿qué pensaré cuando en unos años, vea a una anciana en el espejo?, ¿sentiré lástima, aceptaré que soy yo o sólo un reflejo de lo que fui?...
Ya soy consciente del paso del tiempo y ahora acepto que mi cara y mis ojos no tengan el brillo de antaño. Le doy la culpa al cansancio que arrastro durante la semana, a los dolores de cabeza que me aprietan las sienes. Las preocupaciones hacen estragos en la piel, es cierto. En eso momentos, me viene la imagen del Retrato de Dorian Grey, cuando la espléndida belleza del protagonista captada en el cuadro se va marchitando cada vez que la persona real a la que refleja va sufriendo dolor, el cual es inherente a la propia vida.
Ya hace tiempo que unas sombras se sitúan bajo mis ojos en el espejo del baño. Al principio pensé que era efecto de la luz y me dediqué a mirarme en todos los espejos posibles: el del ascensor de casa, el del vestidor de cualquier tienda de ropa, en el pequeñín que guardo en el bolso…pero no encontré la explicación que buscaba. Un día me reencontré con un viejo amigo y de pronto me dí cuenta: al sonreírme, advertí unas leves bolsas en los ojos y unas rayitas que se le formaban cerca de los ojos al hablarme. Pronto me compré un maquillaje y pintarme se convirtió en una rutina más.
Antes saltaba a una piscina y al instante me convertía en un pececillo, y salía del agua y me iba corriendo sin parar hacia el autobús, y al llegar a casa jugaba a subir las escaleras a pares.
Antes saltaba a una piscina y al instante me convertía en un pececillo, y salía del agua y me iba corriendo sin parar hacia el autobús, y al llegar a casa jugaba a subir las escaleras a pares.
Y hacía el pino en el patio y con mis primos y saltábamos a gomas o a la comba y nos agachábamos y nos volvíamos a agachar que los agachaditos no saben bailar.
Antes era impensable que la pierna me doliera sin un arañazo, o que me fallara una articulación si no se me había torcido un tobillo al saltar. Las muelas solo se movían para dar paso a otra que llegaba….¿por qué habría que temer a algo que no fueran los monstruos?
En todo ello pensaba justo después que la abuela observase su imagen en la pantalla.Y poco a poco me dí cuenta que ya llevaba bastante tiempo aceptándome, mis ojeras, mis arrugas, la peluquería para tapar las canas, mis dolores de espalda, mi miopía, todo ello ya formaba parte de mí y no me pesaba en absoluto. Creo que ahora estoy más tranquila y quizás cuando llegue el día de verme reflejada en el espejo, en un día de cumpleaños lejano, podré exclamar, como ella, con una sonrisa y sin pesar: mirad a la viejecita...!
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