13 agosto 2011

Tailandia en un susurro

Llevaba días preguntándome cómo podía acabar mi paseo por estos paisajes lejanos. Quería que fuera con algún detalle que se hubiera colado en la historia sin motivo aparente, pero no hallaba la forma: ¿cómo resumir en unas líneas algo tan amplio como un país?. La solución llegó una tarde cualquiera, a través de una experiencia superficial, incluso banal, y fue clara y directa como una flecha, y por fin, Tailandia se concentró para mí en un solo instante.


El hecho ocurrió en Koh Chang, una isla apartada de las rutas turísticas masivas, de esos paraísos a medio destruir por la edificación de complejos de pseudo lujo para asiáticos con dinero o europeos en su primer gran viaje con el corazón partío. Nosotros íbamos hacia allí buscando al sol que nos había esquivado durante todas las vacaciones, pero nuestra llegada fue un poco accidentada:  desembarcamos ya oscurecidos en el último ferri con necesidades básicas que cubrir -hambre y cansancio- y con las esperanzas bajo mínimos, ya que la tormenta no se había movido ni un solo centímetro por encima de nuestras cabezas. Después de un par de kilómetros con un bosque lluvioso e impenetrable vigilando nuestros movimientos, oímos un ruido sordo: habíamos pinchado una rueda de la autocaravana.

A pesar de la deshora y la lluvia torrencial, los vecinos de la aldea acudieron enseguida a ayudarnos, y nos prestaron una motocicleta y un guía para llegar hasta las sucias mazmorras de un mecánico. Después de una hora más de barro, lluvia y sudor tropical, la mitad del trabajo estaba hecho, y la rueda de repuesto ocupaba un lugar preferente. Solo faltaba encontrar un hotel donde nos dieran de comer y dormir y ya arreglaríamos el pinchazo al día siguiente. Después de amanecer, lo vimos todo mejor, y retrasamos cuanto pudimos la visita al castillo ennegrecido de bujías y neumáticos. Durante el arreglillo tuvimos que improvisar lugar donde comer, así que empezamos a andar por la carretera hacia las casas que se apelotonaban alrededor de la única carretera, en el también único lugar llano de la isla.
Elegimos uno los cientos de hotelitos pequeñines que se anunciaban en los carteles  con mucha fortuna, pues el lugar resultó ser idílico, con vistas a un brazo de mar que se adentraba en la selva. Además, los empleados tenían muchas ganas de trabajar porque en temporada de lluvias no hay mucho que hacer.

-Spa, Ma’m? –me dice una chica -We have a promotion today: if you buy one treatment, you will get one for free…Here you have the services…- me tiende una hoja fotocopiada con tres páginas llenas.
-Ok, thank you. I’ll take a look.
Me decidí por algo tan tonto como una pedicura.

-Can I come in 10 minutes?
-Oh, Yes, Ma’m.
Llegué al lugar señalado con el letrero “SPA”. Era un simple porche de madera, rodeado de selva frondosa que asomaba verde y espesa. La chica me hizo tomar asiento y se arrodilló a mis pies. Me puse a observar con lentitud aquel pequeño espacio por hacer algo y, de repente, apareció la pequeña Tailandia ante mis ojos.
La chica estaba ante mí, descalza, como mandan los cánones del respeto, mientras sus zapatos la esperaban a un lado de la tarima de madera sin barnizar, húmeda y ennegrecida de tanta lluvia. Gruesas palmeras se enfilaban hacia el cielo y en medio de sus troncos, cocos cortados en dos y vaciados, eran los tiestos perfectos para que orquídeas blancas se elevaran buscando la luz. Los geckos, (nuestras salamanquesas), corrían arriba y abajo por los entramados del porche cazando mosquitos para llenar sus panzas.
Súbitamente, un intenso olor a arroz llenó aquel diminuto espacio, “Jasmine rice tea, ma’m”, y ese olor me transportó a los infinitos campos de arroz que hemos atravesado con la mirada y los kilómetros. Después del sorbito del brebaje caliente, me di cuenta de que una música suave ascendía y tintineaba el aire, acompasando las tenues ráfagas de viento. Mientras tanto, ella seguía silenciosa actuado con movimientos sin peso, livianos, sentada con las piernas hacia atrás. Tenía el pelo negro, atado en una coleta, como suelen hacer aquí, con un lazo y una redecilla que lo recogía con prudencia, en las mejillas se percibían los restos de polvos de talco que usan para evitar los efectos del calor en la piel. Más allá, ante una mesa enorme, una chica sentada en la punta de una silla, borraba y escribía sin levantar la vista del papel con una parsimonia inimitable. Frente a ella, había un cuenco lleno de agua, con florecitas de vivos colores flotando en un dibujo sobre el agua, y en el suelo, un par de figuritas del elefante sagrado perennemente representado, nos daban una real bienvenida. Colgado del techo, el bambú hacía su aparición, con un par de ramas anchas cortadas al cuchillo, para albergar las bombillas que caían del techo con soportales de madera y hojas de parra de una solemnidad casi minimalista.
El bosque nos cantaba con el croar de una rana de vez en cuando, mientras nosotras nos dejábamos llevar por un tiempo que fluía con lentitud, con una calma imposible de romper….
Al fin me susurraron Ma’m we are finished, y entonces me desperté de mi pequeña Tailandia, la sencilla, la que sonríe honestamente, la que vive en los pueblos haciendo lo que sabe hacer: susurrar mientras crecen las plantas, los críos, al abrigo de sus raíces. 




PD.
Mis Fotos
Leonard Cohen de fondo 

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