Una de las ventajas de viajar es que aprendes a respetar al otro, ya que al apreciar el mundo desde la humilde mirada de viajero, acabas entendiendo que hay cientos de maneras distintas de vivir la vida y todas ellas son igual de válidas.
Lo ves con facilidad en el momento en que te pones a explicar tu trabajo, aquel del cual en el fondo nos sentimos orgullosos y que nos tiene agarrados en una tela de araña invisible. Aunque nadie te interrumpa, acabas en cinco segundos, y ya antes de finalizar, sabes con certeza que tu interlocutor no ha entendido ni una palabra (aunque sonríe), y que lo que tanto te personaliza aquí, allí no tiene en absoluto ninguna utilidad.
Y es que en realidad, somos un diminuto grano de arena en medio del infinito universo. A pesar de ser insignificantes, somos muy orgullosos:
por ello tratamos de saltar muy alto para que los demás nos vean, por eso construimos edificios cada vez más elevados, por eso adelantamos a los demás sentados al volante de coches cada vez más apabullantes, por eso nos vestimos a la última y con los mejores complementos ...
El ejemplo lo encuentro con facilidad en la primera parada antes de bajarme en el aeropuerto del país de destino. Vamos a hacerle una visita de médico a Doha, la capital de Qatar, un inmenso secarral de viento y arena en el Golfo Pérsico. A mi se me antoja como la puerta hacia el infierno, ya que es imposible vivir respirando al aire libre, ya que si lo pruebas, las ráfagas del viento desértico de más de 45 grados te golpean la cara y sufres una especie de sensación de ahogo. Sin embargo, justo al llegar, dentro de la salvación del aire acondicionado del taxi, se te queda la boca abierta: enormes rascacielos surcan el horizonte, rodeados de amplias avenidas por donde circulan lujosos coches, mientras unos se van reflejando en los cristales del otro. Los beneficios de cientos de grandes círculos en la tierra para extraer petróleo han permitido ese derroche de recursos a unos pocos poderosos y les deja seguir saltando hacia lo alto para que les vean:
"ahora queremos que el Tour de Francia empiece aquí " - un poco lejos de allí, ¿no?....
"ahora queremos organizar el próximo Mundial de fútbol"- ¿dónde piensan jugar para no morir abrasados?....
La paradoja de todo ello es que esa necesidad de ser admirados no les hace mirarse a sí mismos. Desde mi humilde punto de vista, son ciudadanos en blanco y negro: ellos con túnicas blancas y con un Iphone y billetes en el bolsillo y ellas con el cuerpo escondido totalmente bajo una negra sábana, comprando ávidamente carísimos bolsos de piel y sujetadores de encaje en centros comerciales que replican una Venecia de cartón piedra, con canales y gondolieri.
Pero hay que respetarlo todo, ya que fuera de nuestro entorno, no somos más que unos simples turistas: desde sus ojos, nos ven altos y torpones, con atuendos siempre inadecuados, sudorosos y cansinos, con pieles demasiado blancas que enrojecen con facilidad, y sin embargo con ganas de tumbarnos al sol, haciendo gestos que tratan de imitar los suyos, con más o menos soltura. Con la cámara pegada al cuerpo enloquecemos haciendo clicks cuando nos bajamos de la camioneta para turistas, ahora a un cartel carcomido en medio de la calle del mercado, entorpeciendo el tráficco, ahora a un templo sagrado poniendo a la chica y su sonrisa delante del Buda, o porqué no a un montón de flores que decoran el lobby del hotel para guiris o a un caracol que cruza tranquilamente en ese momento, a una fuente, click, a un árbol, click, a….nada.
Suerte que cuando el dedo se cansa de tratar de guardarlo todo, sacamos nuestro ojo de la mirilla y comenzamos a admirar por fin los pequeños detalles, esos que nunca pueden inmortalizarse en una fotografía.
Solo entonces empezamos a ser un poco más viajeros y menos turistas...
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