17 abril 2011

Cycling Barcelona

Los domingos de primavera en Barcelona son un inmenso placer para recorrerlos en bicicleta. Durante los fines de semana, la ciudad se desprende de su traje chaqueta, de su impoluta seriedad  y se convierte en un lugar donde la vida hierve, donde en cada esquina, la primavera florece.

Bajamos sin pedalear casi desde la Plaza Bonanova y en la esquina de la iglesia y más allá, en la otra que hay antes de llegar a Gràcia, las palmas y los palmones en la mano de los críos me recuerdan a mi infancia, con mis abuelos y mis padres protegiéndome y mi hermano y yo llevándolos orgullosos. Ahora ya no es como antes, y no se ven palmas por doquier, pero yo me acerco con mi pequeña bici a una de ellas y aspiro profundamente el olor de la palma tierna y retrocedo decenas de años atrás.
En las calles de Gràcia, las plazas están llenas de familias al completo, con abuelos, tíos, padres y mucha chiquillería. En la plaza del Sol se ha organizado un improvisado campo de fútbol y el balón vuela por los aires sin miedo a chocar con gentes con prisa, apesadumbrados por el trabajo que aún les queda por hacer…Hoy nadie está solo: todas las familias han salido a pasear, hoy inclusos los solitarios pueden hablar con quien quieran… ¡es primavera!
Pasamos seguidamente por la Plaza de la Vila de Gràcia, y nos deslumbran las mesas y sillas plateadas de las terrazas llenitas de gente con cervezas, patatas fritas...¡una olivitas por favor!
Y más abajo, nos dejamos acompañar por las otras bicis que bajan desde el Arco de Triumfo hasta la Ciutadella, en tropel, cada una de un color, de un tamaño, con una vida singular, todos a una, gafas de sol y camiseta de deporte o rastas de color miel atadas en moño y pantalones de colores, todos en linea recta dejándonos acariciar por los primeros y potentes rayos de sol.
Ya en el parque, otra fiesta de color, y mientras los árboles reverdecen, los niños juegan con otros niños y los padres les dejan en paz, cerrando los ojos, dejándose llevar por la calma por un momento. Vuelvo al mismo lugar donde con cinco años me perdí, delante de la gran fuente que tiene caballos dorados allá a lo alto, y aún recuerdo mi desesperación, el nudo en el estómago durante dos minutos que fueron interminables. Hacía una eternidad que no venía aquí. Me parece ahora todo mucho más pequeño: el lago está abarrotado de barquichuelas desconchadas que tratan de avanzar sin torcerse demasiado, sin levantar gotas de agua fría y verde. La gran fuente, frente a la que se comia un helado de color de fresa la protagonista de un cuento de mercè Rodoreda, está hoy vallada y sin agua. Despide un fuerte olor a lodo y una familia de patos que no ha querido emigrar, está acorralada por un trío de policias vestidos de negro. No sé cómo van a conseguirlo, pero de momento, existe una gran expectación tras la valla. Los flashes y las risas no distraen a los policias, que se esconden tras unas gafas oscuras. Ahora se encienden un pitillo…van a reflexionar, supongo.
Rodeamos la Ciutadella y nos dirigimos hacia el mar rodeando los muros del zoo. Los carteles nos invitan a conocer a los nuevos inquilinos y yo me acuerdo del día en que entre las chiquillas competíamos en hacer la lista más larga con los animales que habíamos visto. Supongo que entonces pasé sin ver, tan preocupada que estaba por pasar la páginas de la pequeña libreta con los cientos de nombres garabeteados…Algún día volveré para conocer las caras de esos nombres que escribí…¡seguro!


Recorrer el Puerto Olímpico significa dejarse traspasar por rázagas de viento frío que te hace poner la chaqueta de inmediato y notar a ratos el olor a sal o el aroma de las frituras que la fila de chiringuitos playeros está empezando a preparar. El viento hace que los veleros se dejen vencer y se escoren hacia un lado mientras surcan olas brillantes. A lo lejos, los amantes del solse parapetan en sus toallas sobre la arena, atreviéndose a dejar sus cuerpos sin ropa a pesar de los escalofríos de vez en cuando. Es la impresión del viento, solamente.
Es un espectáculo que continúa en la Barceloneta, donde a un lado, en el antiguo Club Natación Barcelona, se juega a padel, a voleibol o a quedarse tumbado en las hamacas. En dirección contraria a nuestro pedaleo, algunos corredores ya se han quitado las camisetas en un desafío extremo contra el viento, pero están tan concentrados o conectados con su música, que no sienten frío.
Al final del Puerto, ante la magnificencia del Hotel Vela, nos detenemos. Creo que toda Barcelona ha bajado como nosotros hasta el mar, como en una antigua procesión hacia la primavera que está naciendo  de nuevo ante nuestros ojos. Yo los cierro, porque prefiero ver sin ver, dejándome llevar por la calma y el resto de los sentidos en un domingo en que la ciudad  ya disfruta por fin de la primavera.


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