Los domingos de primavera en Barcelona son un inmenso placer para recorrerlos en bicicleta. Durante los fines de semana, la ciudad se desprende de su traje chaqueta, de su impoluta seriedad y se convierte en un lugar donde la vida hierve, donde en cada esquina, la primavera florece.


Pasamos seguidamente por la Plaza de la Vila de Gràcia, y nos deslumbran las mesas y sillas plateadas de las terrazas llenitas de gente con cervezas, patatas fritas...¡una olivitas por favor!
Y más abajo, nos dejamos acompañar por las otras bicis que bajan desde el Arco de Triumfo hasta la Ciutadella, en tropel, cada una de un color, de un tamaño, con una vida singular, todos a una, gafas de sol y camiseta de deporte o rastas de color miel atadas en moño y pantalones de colores, todos en linea recta dejándonos acariciar por los primeros y potentes rayos de sol.
Ya en el parque, otra fiesta de color, y mientras los árboles reverdecen, los niños juegan con otros niños y los padres les dejan en paz, cerrando los ojos, dejándose llevar por la calma por un momento. Vuelvo al mismo lugar donde con cinco años me perdí, delante de la gran fuente que tiene caballos dorados allá a lo alto, y aún recuerdo mi desesperación, el nudo en el estómago durante dos minutos que fueron interminables. Hacía una eternidad que no venía aquí. Me parece ahora todo mucho más pequeño: el lago está abarrotado de barquichuelas desconchadas que tratan de avanzar sin torcerse demasiado, sin levantar gotas de agua fría y verde. La gran fuente, frente a la que se comia un helado de color de fresa la protagonista de un cuento de mercè Rodoreda, está hoy vallada y sin agua. Despide un fuerte olor a lodo y una familia de patos que no ha querido emigrar, está acorralada por un trío de policias vestidos de negro. No sé cómo van a conseguirlo, pero de momento, existe una gran expectación tras la valla. Los flashes y las risas no distraen a los policias, que se esconden tras unas gafas oscuras. Ahora se encienden un pitillo…van a reflexionar, supongo.

Recorrer el Puerto Olímpico significa dejarse traspasar por rázagas de viento frío que te hace poner la chaqueta de inmediato y notar a ratos el olor a sal o el aroma de las frituras que la fila de chiringuitos playeros está empezando a preparar. El viento hace que los veleros se dejen vencer y se escoren hacia un lado mientras surcan olas brillantes. A lo lejos, los amantes del solse parapetan en sus toallas sobre la arena, atreviéndose a dejar sus cuerpos sin ropa a pesar de los escalofríos de vez en cuando. Es la impresión del viento, solamente.

Al final del Puerto, ante la magnificencia del Hotel Vela, nos detenemos. Creo que toda Barcelona ha bajado como nosotros hasta el mar, como en una antigua procesión hacia la primavera que está naciendo de nuevo ante nuestros ojos. Yo los cierro, porque prefiero ver sin ver, dejándome llevar por la calma y el resto de los sentidos en un domingo en que la ciudad ya disfruta por fin de la primavera.
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