19 febrero 2011

Viajes con tinta

Hace unos años, paseando por Sitges, vi un mensaje escrito en una galería de pintura que se me quedó grabado: “el arte empieza cuando vivir no basta para vivir la vida”. Supongo que fue porque aquel mensaje respondía a la eterna pregunta que yo siempre me había hecho: ¿qué sería de la vida sin emoción, sin desequilibrio, sin dudas, sin las apasionantes curvas?
Desde muy pequeña, me he debatido entre la necesidad de formar parte de un grupo y las ganas de ser diferente: a los siete años, andaba diciendo a mis padres que yo era un ángel, pero para que nadie lo notara, cuando me caía al suelo y me hacía daño, de mis rasguños salía sangre. En los veranos, con los críos, jugábamos a atrevernos a esto o aquello, y yo recuerdo agarrar un puñado de ortigas, apretarlas en mi puño unos segundos aguantando la respiración, y decirles :a mi no me pican.

Sentirme parte del grupo fue la típica obsesión de adolescente, por aquel entonces solo quería parecerme a ellas, vestir como ellas, hablar como ellas y confundirme con ellas, pero al llegar a casa, rebuscaba en el cajón mi diario, ponía música y entonces observaba el mundo desde mi perspectiva, y me inventaba poesías y me sentía absolutamente libre. Sin embargo, también me sentía sola, y eso me entristecía, incluso me asustaba. Mis padres, como para la mayoría de mi edad, eran seres lejanos y fríos y no me entendían.
Escribir se convirtió desde entonces en el sitio plácido donde sentirme segura, y tengo que darle las gracias pues me ha salvado de muchos naufragios: a una hoja de papel me agarré el día de la muerte súbita de una de las personas más importantes para mí, mi abuelo, mientras gente mala irrumpía en mi casa hablando de repartos y de dinero, en un lenguaje extraño y nuevo, pero también muchas veces la escritura me ha permitido expresar exactamente aquello que me sucedía: recuerdo estar con compañeros de trabajo en un restaurante  y recibir una notícia inesperada y quedarme en shock: ellos aún recuerdan mi cara, decirles, no quiero hablar, y garabatear en una libreta pequeña durante largos minutos. Pero gracias también a las palabras, pequeños sucesos se han convertido en cuentos, en historias, que hasta yo misma me he creído, y que he podido compartir con otros.
Papel y pluma, o si no lápiz y servilletas de colores o aquellos rectángulos que evitan los caros manteles en muchos bares, pero también listas de supermercados o postales encontradas…siempre que  necesité un refugio o transmitir una emoción y no había nadie por allí, ahí estaba la bendita página en blanco para ser usada…
Cuando la realidad no bastaba, solo necesitaba mirar hacia arriba, o fijarme en un detalle y escaparme volando para inventarme una historia.
Con el tiempo, he aprendido que el arte es importante, y sin él, la vida no es suficiente para un artista, pero que confundir el arte con la excusa perfecta para esfumarse es también un camino peligroso. Un día tuve que escoger si marcharme a la luna o quedarme a vivir la vida, que aún con sinsabores, es absolutamente maravillosa. Decidí el suelo y por ahora, soy dueña de una goma elástica, como aquella con la que saltan los niños en las ferias, para salir de vez en cuando a volar.
Viajo y vuelvo, sencillamente, a través de las palabras, dejándolas ser…
¡Fácil, divertido ...y  gratis...!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Antes siempre me acompañaba de páginas en blanco donde plasmar mi verdadera "realidad" interior Escribir era hablar conmigo y con el mundo de cosas de las que no hablaba porque dolían por tan amadas. De sueños, ilusiones, anhelos... Un día mi más preciado sueño se convirtió en realidad. Deje de escribir, a veces impotente por tantas emociones. El petit Príncep me sigue acompañando pero cada vez viajo menos a su pequeño planeta y a veces, solo a veces, lo hecho tanto de menos!