La primera vez que fui allí era solo una niña. Debía de tener unos cinco años y me llevaron mis padres uno de esos domingos preciosos, calurosos, poco antes del día de la Palma, un día especial para mí porque era costumbre que todos los niños estrenasen entonces el vestido de primavera. Lo recuerdo muy bien porque mi madre, que no atendía a modas ni a estaciones, quiso adelantarse y me vistió con un vestido beig no sin antes asegurarse que no pasase frío obligándome a ponerme un jersey de cuello alto fino debajo de la ropa de manga corta. Aquel día íbamos los cuatro de aventura a la ciudad, y el destino no era ni el parque de atracciones ni el rompeolas, sino subirnos por primera vez a la velocidad del metro y bajar en los Encants de Glories. Recuerdo que me pareció un lugar inmenso, abigarrado, lleno de gente. Desde el principio le di la mano a mi padre, porque así podía mirar atentamente todo aquel espectáculo sin temor a perderme. La plaza estaba llena de puestecillos con toldos de lona. Estaban muy pegados los unos con otros pero cada uno contenía regalos esparcidos para mi vista: centenares de sellos en cuadernos de plástico, monedas antiguas como las que guardaba mi padre en la mesita de noche y más allá persianas que se abrían para contemplar colecciones de muebles, sillas y lámparas. En medio del caos había una zona donde nos parábamos los niños para admirar muñecas y juguetes. Justo ahí estaban los puestos de churros y también los vendedores de golosinas y de globos de colores.
Todo aquello tan emocionante se amontonaba en una gran plaza descubierta de la que salían callejuelas estrechas que escondían nuevas sorpresas. Era increible que hubiera surgido un lugar así un día de domingo cualquiera. No volví a redescubrir aquel lugar encantado hasta muchos años después. Aquella vez la razón no fue ir a buscar un entretenimiento para los niños en domingo, ya que por aquel entonces yo era una adolescente y prefería ir de tiendas con mis amigas y hablar con ellas de nuestras cosas que nadie más sabía.
Una de ellas, la más moderna, la más atrevida y la que en el fondo todas envidiábamos, me propuso acercarnos a los Encantes, porque alguien le había dicho que allí vendían ropa de segunda mano distinta a cualquier otra. Llegamos allí en metro también, pero entonces ya no percibí las altas velocidades de aquel tren subterráneo como la primera vez. Ni siquiera recuerdo ver algo más que ropa: había montañas de prendas, y estas olían a piel o a naftalina y a humedad. Algunas de ellas contenían aún aquel hálito de vida de las personas que un día las usaron. Seguro que en sus bolsillos quedaban aún restos de los protagonistas que un día las lucieron: quizás artistas, famosas, señoras con abrigos largos de piel de zorro altivas y mudas. Sin embargo, ahora estas piezas estaban abandonadas, enterradas entre pantalones, camisas o vestidos de fiesta con lentejuelas olvidadas. Aquella plaza me pareció aquel dia una especie de cementerio para la memoria: cuadros mal vendidos, sillones desvencijados y una vida maltrecha. Me largué de allí sin comprar nada mientras mi amiga se llevaba en una bolsa una cazadora de piel marrón.
Hoy la casualidad me ha llevado hasta allí, veinte años más tarde. Hoy sin embargo, la bicicleta, como otro turista más, ha sido mi medio de transporte. He bajado de nuevo las escaleras de la plaza y he descubierto un mundo nuevo, distinto y por un momento he viajado hasta las medinas marroquíes pero sin especias ni colores y he reconocido el bullicio de las zonas comerciales de las ciudades de Nepal…No me ha parecido ver a padres como al mío, ni adolescentes quinceañeras buscando un complemento a su atuendo, pero sí que he visto figuras similares pero de pueblos distintos, de razas y culturas diversas: africanos, paquistaníes, indios, sudamericanos…
Todos ellos han encontrado en ese espacio el tipo de comercio que pueden pagar, y de nuevo, la plaza hierve con el mismo espectáculo pero adaptado a los nuevos destinatarios: vendedores gritan para atraer a las señoras, los chicos se llevan atados los cartones en sus bicicletas y terceras generaciones de mandos a distancia, muebles viejos, cuadros, juguetes y cajas de zapatos yacen sobre sábanas sobre el asfalto…
He subido las escaleras de la plaza y he regresado a la Barcelona que conozco. Un mismo sitio y sin embargo, con tres visiones distintas a través de los años. Increible, ¿no?
Me alegro que los espacios nunca mueran, que evolucionen y que se adapten a la gente, espero que en su devenir se crucen nuevas miradas para este lugar poliédrico: els Encants de Glories.