Hoy leí en un relato corto la breve historia de dos que se encontraron a través de un chat pero que no duraron más que dos citas porque él era un mirón. A pesar que según sus palabras eso era el inicio del amor, ella no quiso aceptarlo...y se acabó.
Ello me hizo pensar. Quizás mirar tenga un punto egoista y los que lo hacemos seamos un poco cobardes: podemos mirar durante tiempo y sin embargo, nada nos impide seguir andando y pasar de largo como si nada.

Ser capaz de no bajar la mirada, ¡eso si que es complicado!, especialmente cuanto te sientes tan insignificante que crees que ni te lo mereces.
Y es que mirar a los ojos nos hace estar presentes, significa escuchar con la mente y con el corazón y sobre todo, le muestra al otro nuestro verdadero yo, ese que llevamos guardado y que es tan difícil de hacerse ver. Por eso es necesario a momentos sobrevolar toda esa intensidad, e ir a dar una vuelta con los ojos por el bar, o posar el vuelo en el reloj o juguetear al despiste con el móvil… ¡ay, cuánto nos dice ese brillo especial que tienen hoy tus pupilas…!
Para algunos, el juego de las miradas furtivas es una diversión pemitida desde que cae la noche, a la luz de las estrellas que tintinean en el cielo o las que se encienden y se apagan al compás de la melodía. Probablemente algunos crean que son poco románticas o que carecen de magia, pero solamente el destino sabe con certeza cómo acabará esta historia iniciada a la luz de la luna.
Hay cientos de miradas: las terroríficas que pueden congelar el instante y las que suplican clemencia al que no la tiene. Todos alguna vez hemos mirado a través de un pozo de lágrimas o tuvimos que responder a la pregunta insistente de una mirada. Algunas lo dicen todo sin mediar palabra y otras culminan un día perfecto. Hay miradas tan poderosas que al encontrarse, consiguen que el mundo se parta en dos y surja, de nuevo, la esperanza…
Así son ellas.
Inspirado en uno de los relatos de Raúl Ariza en Elefantiasis