Frente a mi tengo a un loco colgado de un globo a 39 km del suelo. Desde la tranquilidad del sofá, espero a que se abra su cápsula y se lance al vacío. Yo estoy muerta de miedo, pero él no es como yo. Le veo pestañar, pero no sonreir, ha dicho unas palabras pero ninguna es de las que emocionan. Quiero suponer que lo de hoy no es solo un record para él, sino un verdadero sueño. Segundos antes de saltar, me pregunto: ¿sudará de miedo, le dirá a los suyos que les quiere, se arrepentirá justo antes?...
¡Qué distintos somos los unos de los otros! en mi caso, no recuerdo haber tenido nunca ganas de realizar ninguna proeza. Ni siquiera de pequeña, en aquella hermosa época en la que la ventaja con la que jugamos todos es que el miedo solo aparecía cuando leíamos el cuento de Hansel y Gretel, o cuando mamá nos apagaba la luz de nuestra habitación.
Sin aún malas experiencias por recordar y con un cuerpo acabado de estrenar, era imposible tener ninguna duda antes de atrevernos a algo.
Al pensarlo ahora, me parece una temeridad haberme lanzado por la barandilla del colegio cuando no me veían, o subime a un monopatín con el propósito de hacer aquella bajada sin poner ningún pie. Hoy ni siquiera haría el pino en el patio y estaría al revés durante tantos minutos…¡o me caería o me marearía o me crujirían todos los huesos, de esos no hay duda!...
Por ello, no puedo creer cómo existen seres humanos a los que les gusta probarse a sí mismos hasta esos límites, que disfruten con el riesgo, que pongan en peligro su vidas…A mi por supuesto no me encontrarán atada a ninguna cuerda elástica a punto de saltar por un puente, ni me verán justo en un precipicio atada a un ala delta o un parapente.

La única forma en que puedo volar es a un metro del suelo y para poder mantenerme en el aire, tengo que nadar constantemente. Y solo es posible cuando sueño. Cuando algún ruido me despierta, sigo entera, así que sigo durmiendo plácidamente. Hasta que suena el despertador o tengo la suerte que el sol me despierte.
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