Un amigo mío me contó una vez que el espíritu de sacrificio lo forjó bien temprano durante los años en los que entrenábamos dos veces al día. Para los que lo vivimos, sabemos que, como muchos otros, la natación es un deporte mental, ya que compites contra tí mismo y tus inseguridades. Además, la natación es muy dura, porque a los quince años ya se te considera adulto y tienes que competir con cualquiera, aunque te pase un palmo o tenga muchos años más que tú.
Cuando miro atrás, estoy de acuerdo que aquellos fueron unos años de mucho esfuerzo tanto mental como físico, y probablemente eso nos hizo distintos a muchos niños, pero también creo que, al menos en mi caso, es de las primeras y quizás poquitas cosas que decidí por mi misma, y de ello me siento muy orgullosa. Y algo tenía que tener ese deporte, porque veinte años más tarde, la mayoría de los que nadábamos juntos en aquel entonces, hemos vuelto a por nuestras gafas y gorro para disfrutar del inconfundible olor a infacia que nos trae el cloro de la piscina.
Y yendo hacia atrás, me he detenido justo en un invierno. En aquel entonces, me levantaba cuando aún noche era bien negra, o al menos eso me parecía a mi, y en ayunas, (no había manera de tomarse una naranjada sin pasarlo mal) me lanzaba a las frías aguas de la piscina. Aunque mi padre me había acompañado en coche hasta la puerta de la piscina, desde que le decía adiós y cerraba la puerta del coche, me hallaba sola frente al mundo. A las ocho en punto, después del entreno de una hora, en lugar del crono, mi vista se posaba en el reloj de pulsera, porque desde entonces cada minuto contaba, ¡acababa de empezar mi otra carrera!.
A aquellas horas las demás niñas de 12 años se estaban levantando, pero yo aún tenía que llegar al colegio desde la otra punta de la ciudad. Salía con el pelo mojado a salvo del frío bajo mi gorro de lana verde que mi abuela había teijdo con todo su amor, y por la calle del Mar, soló oía el trotar de mis botas de ante marrón. Al girar la calle, hacía una breve parada en la granja donde ya desayunaba mi madre cuando era joven, que tenía unas grandes madalenas expuestas en la barra que me parecía altísima. Allí pedía un vaso de leche con Eko, y las señoras me lo servían humeante con una cuchara infinita. Después de desayunar seguía corriendo calle arriba hasta llegar al autobús, que se detenía con un resoplido de máquina al ver llegar a una chiquilla con un gorro y una bolsa naranja cruzada en el pecho.
Desde el momento en que me sentaba, dejaba la bolsa y me quitaba el gorro, después de hacer un movimiento perrruno para terminar de secarme el pelo, me detenía del frenesí para observar durante unos minutos la ciudad a través de la ventanilla y dejarme llevar por el traqueteo del autobús, el ruido metálico de las puertas y el subir y bajar de las personas, algunas de las cuales ya empezaba a reconocer. Ese era un momento para para relajarme y descansar, aunque entonces no sabía que conseguir bajar los hombros, no pensar en nada y simplemente mirar afuera sería uno de los retos más difíciles en unos años.
Cuando llegaba al colegio, por supuesto, iba a un ritmo diferente que las otras niñas: cuando ellas empezaban a desperezarse, yo ya andaba haciendo tonterías, y cuando había que poner atención, yo no paraba de contar mis historias, mis aventuras, como la de que hoy el agua estaba heladísima porque se estropearon las calderas pero el entrenador nos hizo entrenar sin descansar para no notar el frío… ¡Santa paciencia la de la profesora!
desde aquí, mi más sincero agradecimiento.
desde aquí, mi más sincero agradecimiento.
2 comentarios:
Cuantas horas y cuantos metros y cuantas mañanas de aguas heladas y no tan heladas hemos compartido...
....Tampoc sabiem que la disciplina i esforç en un futur es convertiria en l eina de cada dia, una lliçó apresa esportivament !!!!
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