Algunas de las noches de verano me regalan la posibilidad de convivir con los que ya no están en una escena tan vívida y natural, que incluso tengo que agitar la cabeza al final para cerciorarme que no es posible, que hace mucho que se fueron, y que si aún estuvieran, seguro que su imagen ya no sería la misma.
Hoy he soñado con mi abuela. Estaba en el gran comedor de su casa, con las luces de la vieja araña encendidas. Debía ser tarde, pues en su casa había la costumbre de dejar que la oscuridad invadiera la estancia antes de darle al interruptor de la luz. Ella estaba sentada en su pequeña silla de mimbre, la que prefería a todas las demás, no sé porqué. Lo que me sorprendió es que no se hallara frente a la ventana, a pesar que ese era su lugar desde siempre...
Cuando éramos unos enanos, allí nos cantaba sus canciones mientras nos mecía en sus rodillas, y eran tan fáciles de tararear como las zarzuelas que le encantaban:
Bisturí, bisturí
Se quería casar
Y quería vivir
A la orilla del mar
Y gastaba levita
Pantalón y fusil
Y por eso le llaman
Bisturí, bisturí. La Rosa del Azafrán
Se quería casar
Y quería vivir
A la orilla del mar
Y gastaba levita
Pantalón y fusil
Y por eso le llaman
Bisturí, bisturí. La Rosa del Azafrán
Cuando crecimos un poco, ahí siempre la encontrábamos al regreso de cualquier parte, ya fuera del colegio, justo después de las cinco, o en verano, de la horchatería de la esquina, cargados de ilusión con una lechera helada de color limón con no mucho hielo, como nos repetía siempre mi madre. La puerta de hierro granate nos ayudaba entonces a alcanzar el timbre allá en lo alto enganchando pies y manos a sus barrotes. Aunque nos había visto desde lejos, nos dejaba hacer, pues para eso éramos sus nietos y ella, nuestra única abuela.
Desde allí también tejió con amor gorros verdes o bufandas granates, mantas de cuadros con retales y ponchos con flecos. Durante largas tardes creó para nosotros un regalo, un presente, que lucíamos para su orgullo y a veces para nuestro fastidio, en cada foto de los dos hermanos.
Siempre estaba, imperturbable, y en cuanto nos veía girar la calle, agitaba la mano para saludarnos. No sé cómo lo hacía pero nos veía a pesar que tratábamos de escondernos, ¡cómo me fastidiaba durante la adolescencia que pudiera distinguir mi figura desde tan lejos!...
Sin embargo, al final de sus días, se fue desvaneciendo: los dolores vencieron al fuerte carácter que tenía, perdió la necesidad de controlarlo todo y a todos, y después de visitar el hospital por segunda vez, dejó de ser presumida y su pelo se volvió blanco …Tanto se desdibujó que incluso dejó de lado sus costumbres y olvidó su sillita de mimbre favorita. Dejó de estar frente a la ventana y nos solía esperar desde donde la sentaban, en el amplio sofá de color ocre. Como no oía nada y se hallaba medio dormida, yo atravesaba la puerta de un salto para que pudiera sentir como mis pasos retumbaban en el suelo oscuro de dibujos infinitos. Entonces ella alzaba la vista, me sonreía y le decía a la señora que la cuidaba: ¡Es mi nieta, Cristina!
Pero la noche pasada, ella volvió con su pelo de color marrón brillante, sentada muy digna en su silla de mimbre, aunque esta vez, en lugar de la ventana, había preferido estar en medio del salón. Al acercarme, ví que ojeaba un libro con una portada de alegres colores, que se titulaba Mujercitas. Justo después, la oí decir su cantinela tan característica para tener controlados los pasos de mi abuelo: Andreeeeeeeu, on ets? , y entonces agité la cabeza porque aquello si que no podía creérmelo, ya que mi querido abuelo se fue mucho antes …
Por fortuna, aunque ya no estén, vuelvo a visitarlos algunas noches de verano…