06 julio 2012

Nada que perder

Como todos los niños del mundo, una vez, quizás muchas, no sé, les pedí a mis padres un perro. Ellos hicieron lo que casi ninguno de los padres del mundo hace, acceder fácilmente a mi deseo. 

Lo curioso de ello es que, en realidad, lo que yo quería es tener a alguien dócil a quien explicarle mis problemas. Andaba ya por los doce, y comenzaban a despertarse demasiadas preguntas en mi cabecita. Yo quería un perro porque esperaba que, como sucedía en las películas de Lassie, cuando yo me sentara a su lado, el animal se quedaría erguido y atento junto a mí, para asentir con el hocico ante las visicitudes de aquellos tiempos... (Y se llamo Laisi, y le dimos nuestros apellidos).

Parece una cosa de niños, pero si pensamos un poco: ¿cuántas veces no hemos escogido a alguien dócil para contarle nuestros problemas? Quizás me atreva a ir un poco más allá para preguntarme si, más que dócil, lo que buscamos no sea un desconocido, lo suficiente para que no nos distraiga, para que no nos devuelva con un boomerang sus francas impresiones sobre lo que nos sucede. No queremos su opinión, solamente con su presencia es suficiente. No necesitamos sus palabras, pero sí su atención. Y su tiempo. Para poder echar por la borda todo afuera, sin filtros y sin temor a las apariencias, y luego quedarnos tan anchos.
Deberíamos dar las gracias a unos cuantos compañeros de viaje,
por aparecer justo en tonces y no abandonarnos,
por escuchar toda la historia y no dejarnos a medias,
por asentir simplemente, después de nuestra ascensión y bajada.
Callaron por prudencia, o no se atrevieron a juzgar los entresijos de nuestras contradicciones, pero justo por eso, nosotros nos sentimos un poco mejor para volver a empezar.
Lo más bonito, sin embargo, está aún por llegar, ya que, a pesar de ese casi absoluto monológo, muy a menudo, después de ese episodio, se fragua una verdadera amistad. Si el viajero no es, por supuesto, un absoluto desconocido o demasiado lejano…
Quizás la razón se encuentre en que en general compartimos poco nuestros sentimientos con los demás, así que, cuando un día alguien se atreve a hacerlo frente a nosotros, nos cambia su percepción para siempre. De repente  lo humanizamos, convirtiéndolo en un ser casi tan imperfecto como nosotros mismos y, justo desde entonces, empezamos a quererlo.
Ojalá nos soltáramos un poco, a pesar del miedo que da en nuestra sociedad, en la que la (primera) imagen es casi lo único que cuenta, si no llegamos a más.
Pero para luchar contra ello, solamente una última reflexión: es curioso que sea el día en que nos encontramos más débiles cuando nos decidimos a decirlo todo.
¿Será que sólo entonces nos damos cuenta que no tenemos nada que perder y sí todo por ganar? ...




2 comentarios:

Guillermo HP dijo...

Em pdies haver dedicat aquest post ;-)
Però imagino que no seria l'únic. Deus haver tingut i tens molts com jo, i no t'ho dic amb ressentiment ni pena. Ja saps que jo sempre t'he dit el que pensaba. Era part de la gracia d'explicar-me les teves inquietuds, no?

Cris dijo...

Pues si que vaig pensar en tu...
Quan no erem res, quan va haver un daltabaix i vam parlar, i després, cóm ens vam fer amics per sempre...

Però que consti, que més endavant (recordo un dia que vam xerrar molt al teu cotxe), déu n'hi dó dels consells i opinions (menu vs à la carte=boomerangs) que m'has dit...i és que quan un esdevé amic, opina més...:-)
Però que guai ser amics per sempre...