04 marzo 2012

En busca del silencio

Creo que la vida podría asimilarse a la banda sonora de una película que va avanzando contigo, a veces tediosa, de vez en cuando delirante, con momentos apasionados y otros agridulces. Una canción podría seguirnos los pasos cada día desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, acompañando a una multitud de sonidos, palabras, melodías y también un constante ruido que nos va atravesando el cuerpo y el alma.
El ruido se nos cuela por las orejas, a veces como el vapor de agua y otros como una densa niebla que no nos deja ver nada más. Se enreda por las terminaciones nerviosas de nuestra cabeza hasta llegar al pensamiento. Si no hemos podido absorberlo del todo, se dispersa por el cuerpo y por eso algunas veces temblamos sin motivo alguno. Es el ruido el causante del dolor de cabeza y el que nos hace sentirnos sorprendentemente cansados, pero estamos tan acostumbrados a él, que su ausencia nos atemoriza. ¿Por qué sino nos asustamos del silencio de una casa vacía o del crujir de una rama en un camino arbolado o incluso de nuestra propia respiración en la oscuridad?

Convivimos con el ruido, forma parte de nuestras vidas, pero el cuerpo, tan sabio, nos avisa de vez en cuando que ya es demasiado y nos pide que nos aislemos del exterior para concentrarnos en nuestra respiración, en el latir del corazón. ¿No es esa la razón por la que nos impresiona el silencio majestuoso de una catedral gótica solo interrumpido por el aleteo de un ave?. ¿Por qué sino una aparente calma se queda impregnada en el aire justo después del tañido de una campana?. ¿No es cierto que cuando nos sentimos sinceramente vencidos escondemos la cara entre las manos y pedimos simplemente un poco de paz?...

Con el tiempo aprendemos sin querer cuánto valor tiene el equilibrio y por ello sabemos que necesitamos de la voz, de la música, del lamento, para sentirnos vivos:
Solo cuando estamos desolados o exultantes de felicidad nos atrevemos a acompañar la estrofa de una canción. Cuanto más fluye el devenir de la vida, más nos imaginamos cómo debían ser los arrullos de nuestra madre que nos adormecían. Y en los pliegues de la memoria, las palabras de amor que alguien pronunció para nosotros, se quedan atrapadas para siempre.
Pero también hemos aprendido que el ruido nos distrae, apoderándose del momento del silencio, que es cada día más escaso en este mundo en el que zumban las ciudades y resuenan las palabras inútiles.


Vivimos rodeados de ruido, y a pesar de eso, ya casi nunca escuchamos. 
Así que a partir de ahora, entre palabra y palabra, voy a permitirme respirar. Y entre tu frase y la mía, voy a tratar de escucharte y reflexionar.

¡Bienvenido silencio!

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