28 enero 2012

El viaje de Penélope

En una tarde de sábado lluvioso y perezoso, con la cabeza hundida en la almohada de la televisión, de repente un detalle me despierta de mi letargo. Un anuncio de la dirección de tráfico dice, entre otras cosas, esta frase: “de casa al trabajo, del trabajo a casa”. Me apresuro a encender el ordenador pues quizás esta es la señal para tirar del hilo y ver a través del cristal como  una chica empieza su día para recorrer 50 kilómetros de ida y otros 50 de vuelta.
De casa al trabajo:
Antes de salir, ella se regala un ratito de tranquilidad en la espaciosa cocina que tiene el color amarillo de los pomelos maduros y guarda el silencio de una casa aún dormida. Como cada día, repite los mismos gestos sin pensar: abre el armario que gruñe con un crujido y agarra una tacita blanca que llenará de agua mineral - "Mi manzanilla con miel"- . Mientras coja la cucharita de café y el azúcar y acabe de desparramar sobre la mesa todas las galletas que encuentre y las tostadas y la mantequilla y un sinfín de mermeladas, el timbre del microondas sonará como un despertador.


Cuando sale con su coche hacia el trabajo, su alegría se va desvaneciendo a medida que sus pensamientos empezan a temer que hoy sea tan difícil como ayer. Mientras tanto, las rayas discontínuas de la autovía se deslizan bajo las ruedas de su coche, acostumbrado al trayecto.  


Del trabajo a casa:
Tras cerrar la portezuela del coche, aparcado a la sombra de un plàtano invisible a los ojos de la noche, ella tiene otra vez la misma sensación de ayer: su cabeza está agotada por el frenético esfuerzo sin llegar a nada pero su mente se resiste a quedarse sin alma. -"Tengo que quedar con alguien para hablar de nada"-. Se ha desvivido al límite de las fuerzas y sin embargo no ha logrado vencer en ninguna carrera. Ha intentado ser ocurrente y divertirse con los demás pero su voz se ha ahogado entre el barullo de un estadio de fútbol. Ha procurado brillar como un rayo de sol pero la niebla la ha hecho perder las ganas. En todo esto reflexiona mientras las rayas discontínuas de la autovía se iluminan al paso de los focos de su coche, como luceros en la noche.
Después del viaje, ella sabe que se ha convertido en la mítica Penélope y al llegar a casa, trata de deshacer lo que tejió durante el día, aquella sensación de cansancio y hastío, esperando que quizás, al dia siguiente, la suerte le sonría y el viento del Sur le traiga de un país lejano el regalo que anhela: conservar la tranquilidad que tuvo mientras desayunaba en la cocina amarilla, mientras la casa dormía.

14 enero 2012

Tras los pasos de mi padre

A pesar que soy feliz porque ya no abro los ojos intentando olvidar los pensamientos rebeldes que me dañan el alma, los sábados por la mañana, justamente el día en que no me saluda el inagotable despertador, se despierta conmigo un temor nuevo. Puedo sentirlo, lo percibo debajo de las sábanas, encima de mi hombro, justo en mi espalda. No me agrede, ni siquiera me sopla al oído, pero está ahí.
Hace semanas que todo me emociona aún más. Al principio pensé que era la navidad, con todos aquellos reportajes sensibleros que ponen en la televisión y que remueven hasta los espectadores más fríos, pero ayer me puse a llorar delante del ordenador ante un mail que hablaba del éxito de algo que me había costado mucho conseguir. Lo hacía pausadamente y en absoluta soledad.
A mi que me gusta responsabilizar a los demás de lo que me ocurre, tengo en la figura mi padre, una vez más, al causante de tanta emoción: desde pequeña, he llorado con él la muerte del señor que quería a los lobos y a los animales, Félix Rodríguez de la Fuente, pero también nos hemos emocionado juntos viendo a la Selección Española de Baloncesto en las Olimpiadas. Siempre ocurría así: había un momento en que él seguía hablando, pero se le quebraba la voz, y entonces se detenía. A mi siempre me ha sucedido lo mismo, pero cada día que pasa es más frecuente.
Reconozco que he llorado en casi todas las películas en que el amor se podía sentir, pero aún me pregunto porqué en Leaving las Vegas me pasé media película sin poder contenerme, supongo que algó había que hacía saltar la chispa y me conectaba. Recuerdo también como un momento singular y especial estar leyendo en la cubierta de un ferri las últimas páginas de Esta Historia de Alessandro Baricco y poco a poco darme cuenta que no podía parar. Eran tan evidentes mís lágrimas, que los demás pasajeros me miraban perplejos o preocupados. Ajeno a todo, el viento se peleaba con el mar y yo soñaba cambiar el final a aquella historia de amor imposible.
Mientras tanto, mi padre se iba haciendo mayor y endurecía su corazón ante los que le hacían daño y yo, con algunos años de diferencia, me esforzaba por seguir queriendo a todo el mundo. Observaba el devenir de la ciudad desde el coche, en el semáforo, y de repente, volvía esa punzada en el estómago cuando contemplaba a un abuelo explicándole la historia del antiguo edificio que se erigía donde ahora había un montón de escombros al niño que se mecía dentro de un carrito azul oscuro. ¡Tantas tardes mi abuelo se había escapado para ver las obras!
Hoy por hoy, este movimiento es imparable y está desbocado: la emoción me asalta hasta en las películas de quinceañeros, con una noticia del Telediario o ante cualquier evento cotidiano. Hoy el tiempo se ha parado por un segundo al mirar al otro lado de la ventana del restaurante donde una viejecita avanzaba lentamente con un andarín mientras las hojas de los plátanos iban cayendo para dejar un alfombra marrón sobre el asfalto.
A mi padre ya no lo veo llorar, parece que está conformado, pero yo aún lo hago con rabia cuando me golpea la injusticia de la enfermedad. El ya no le dice nada a mi hermano, pero yo aún sufro cuando no consigo convencerle de que cada momento tiene su lado positivo. Mi padre ya no canturrea, pero yo aún me emociono en el coche cuando una canción me traslada a momentos mágicos, que ya no sé si sucedieron o me los inventé por el camino.
Sé que esta emoción heredada es mi principal virtud, mi esencia y mi valor, pero ahora está demasiado presente e intuyo que ello significa que estoy envejeciendo de verdad y que esto no hay quien lo pare….
Para estar preparada, seguiré observando a mi padre para saber cuál será el siguiente paso…