El rechazo es SENTIR que a ti, y solo a ti,
te dicen que no y es CREER, aunque sea solo por un instante, que ello no va a
cambiar nunca.
Quizás no sea la palabra precisa, exacta,
porque esta está impregnada de imágenes que duelen solo al imaginarlas:
Una puerta cerrada de un portazo, delante de
las narices, mientras alguien intenta pedir perdón; una mirada que se gira, las solapas alzadas de una gabardina, mientras la persona
que iba a su encuentro, se estremece…
Quizás no me sienta rechazada, sino
menospreciada. ¿Mejor así?
¿Por qué no me había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, les
hubiera dedicado menos tiempo y con suerte, les hubiera regalado mi energía a otros que lo necesitaban más.
Sin embargo, me fue imposible
percibirlo: cuando estábamos juntos parecían tan atentos y absortos que era difícil
adivinar que más allá de aquello que habíamos compartido se levantaría una ráfaga de aire y esta desharía el hechizo y se olvidarían de todo.
Creo que ni siquiera me siento menospreciada, porque
debo admitir que las personas nos liamos.
Ni siquiera nos
ofrece algo tangible a cambio, salvo mantener lo que tenemos, aunque sea poco,
aunque sea la montaña de promesas, planes, hermosas intenciones, que hemos ido amontonando y que dejaremos
para el próximo año, o quizás, para la próxima vida.
Nos liamos, nos dejamos enredar suavemente y
nos pasan las horas, y recorremos en un instante el trayecto del trabajo a casa,
y nos pasa todo por delante, como embobados delante del televisor. Y olvidamos que
quizás, por el camino, hemos compartido promesas, planes o intenciones con
alguien. Y ese alguien se quedó por un momento, confuso: al principio notó
una punzada de rechazo, más tarde se convirtió en el sabor del menosprecio
y, por suerte, al final acertó con la respuesta: todas las personas se lían,
y yo, también.
No queda otra que tener paciencia.
No queda otra que tener paciencia.