El rechazo es SENTIR que a ti, y solo a ti,
te dicen que no y es CREER, aunque sea solo por un instante, que ello no va a
cambiar nunca.
Quizás no sea la palabra precisa, exacta,
porque esta está impregnada de imágenes que duelen solo al imaginarlas:
Una puerta cerrada de un portazo, delante de
las narices, mientras alguien intenta pedir perdón; una mirada que se gira, las solapas alzadas de una gabardina, mientras la persona
que iba a su encuentro, se estremece…
Quizás no me sienta rechazada, sino
menospreciada. ¿Mejor así?
Ellos menosprecian mi tiempo, mi dedicación,
mi empeño, mi pasión justo cuando se hace el silencio, cuando se apaga la luz,
cuando la velocidad aleja su coche de la puerta de casa. Ellos me menosprecian cuando
alzan el vuelo, cuando se despiden, cuando no se atreven a decirme que no y
callan.
¿Por qué no me había dado cuenta antes? Si lo hubiera hecho, les
hubiera dedicado menos tiempo y con suerte, les hubiera regalado mi energía a otros que lo necesitaban más.
Sin embargo, me fue imposible
percibirlo: cuando estábamos juntos parecían tan atentos y absortos que era difícil
adivinar que más allá de aquello que habíamos compartido se levantaría una ráfaga de aire y esta desharía el hechizo y se olvidarían de todo.
Creo que ni siquiera me siento menospreciada, porque
debo admitir que las personas nos liamos.
Ellos, y yo en su lugar; ellos, y yo en su
posición, se nos olvidan a menudo la mayoría de promesas que compartimos, incluso
aquellos planes que tanto deseamos nunca se llevan a cabo. La mayoría de
las intenciones, buenas, verdaderas, que eran reales en aquel momento, jamás bajan a la
tierra para convertirse en hechos. Y no somos del todo responsables, porque en
realidad existe un enorme campo magnético que nos arrastra: vivimos en un mundo que nos exige no parar de rodar, nos atrapa y nos empequeñece, nos hace dudar de nuestras
posibilidades, nos bloquea suavemente y nos ciega y ensordece,
nos perturba los sueños y nos hace esforzarnos en pequeñeces.
Ni siquiera nos
ofrece algo tangible a cambio, salvo mantener lo que tenemos, aunque sea poco,
aunque sea la montaña de promesas, planes, hermosas intenciones, que hemos ido amontonando y que dejaremos
para el próximo año, o quizás, para la próxima vida.
Nos liamos, nos dejamos enredar suavemente y
nos pasan las horas, y recorremos en un instante el trayecto del trabajo a casa,
y nos pasa todo por delante, como embobados delante del televisor. Y olvidamos que
quizás, por el camino, hemos compartido promesas, planes o intenciones con
alguien. Y ese alguien se quedó por un momento, confuso: al principio notó
una punzada de rechazo, más tarde se convirtió en el sabor del menosprecio
y, por suerte, al final acertó con la respuesta: todas las personas se lían,
y yo, también.
No queda otra que tener paciencia.
No queda otra que tener paciencia.