29 agosto 2013

Y mientras tanto...

Hace unos años me inscribí a un curso de escritura. Una de las frases que se me quedó enredada en algún lugar de mi interior y que de vez en cuando reaparece fue la siguiente: 
para ser un verdadero escritor tienes que ser sincero. Probablemente es por eso que siempre me he escondido entre un millar de excusas para no tener que compartir las aventuras de mi mente que a veces ni yo comprendo. Quizás sea el miedo a ser juzgado…

Y mientras tanto, la vida es lo que pasa mientras estás haciendo otros planes.

En otro de mis cursos, esta vez de expresión corporal, la profesora me dijo muy solemne: tu siempre intentas hacer lo más complicado. En aquel momento me sorprendió mucho, pero más tarde me hizo reflexionar, por lo cierto que era: soy una inconformista de lo sencillo, de lo que-puede-hacer-todo-el-mundo. En la búsqueda del más difícil todavía, intento saltarme los los pasos que, lo sé, probablemente sean necesarios para poder cruzar el río con seguridad. Y por eso muchas me veces me caigo y si el agua está muy fría, me quedo sin respiración, los músculos se me quedan tiesos y dejo de pensar con nitidez. Debería ser más humilde para ser capaz de empezar por  lo que-puede-hacer-todo-el-mundo y luego echar a volar. Quizás sea el miedo a ser igual…

Y mientras tanto, los demás van adelantándose mientras tú sigues pensando porqué.

Cada vez que llega el primer día de clase, del tipo que sea y a pesar de los años, me sucede lo mismo: no consigo llegar a la hora y justo para no desentonar, intento parecer simpática y acabo dando la nota. Y cuando llega el último día de clase, ya lo espero, alguien me dice en confianza: aunque me caiste muy mal al principio, tengo que reconocer que luego he cambiado de opinión. Prometo que la próxima vez adelantaré al menos diez minutos de todos los relojes que marcan mi mundo para tratar de cambiar el final del curso. Quizás sea el miedo a no gustar…

Y mientras tanto, la vida va poniendo a cada uno en su lugar.


Me he apuntado a infinidad de cursos, bueno, quizás no tantos, y he de confesar que ha sido más por curiosidad que por la necesidad de aprender. El mundo es inmenso y el conocimiento infinito, especialmente para mí, que tengo una memoria que trabaja por su cuenta.

Conociéndola, seguro se quedará con el cuento en lugar de la lección y preferirá a la verdad un trocito de anécdota para poder inventarse el resto de la canción. Quizás sea hora de enseñar más que de aprender...


04 agosto 2013

Sirenas

No sabría decir cuál fue el momento en que cambié los bañadores por los incómodos bikinis, que no te dejan tirarte a la piscina sin que se bajen del   todo. Supongo que pasó como tantas cosas en la vida, el final de un proceso tan largo en el cual no se distingue ni principio ni fin.
Estos días, contemplando los mundiales de natación, envidiando la forma física, la elegancia, la fuerza, el tesón y el sacrificio que traspúan todos los cuerpos adheridos a bañadores del futuro, me he quedado enganchada en la línea azul del fondo de la piscina hasta llegar, como no, al pasado, y he acabado perdiéndome entre mis viejos bañadores y algunas historias que se enlazaron a ellos.

La primera historia es de color azul, tiene la textura del papel, y responde al nombre de la diosa romana de la caza, Diana.

Recuerdo que era invierno porque en la calle hacía frío y estaba oscuro a pesar que no eran más de las seis de la tarde. Yo no debía tener más de diez años, pero sabía muy bien lo que quería: quizás era un capricho y no lo necesitaba, pero aquella compra se había convertido en una odisea, en una aventura: teníamos que llegar a la gran ciudad y una vez allí, buscar entre sus calles en cuadrícula hasta encontrar una esquina donde me habían dicho que se encontraba la tienda con aquel tesoro tan preciado. Recuerdo que aquel día andamos más que nunca, mi abuela iba siguiendo mis indicaciones y no desfallecía a pesar de que el ritmo de una niña ilusionada era vertiginoso. Varias veces creímos haber llegado y nos equivocamos. Justo cuando la hora se nos echó encima y ya no teníamos más conversación con la que darnos aliento, divisamos unas luces, que a mi me parecieron brillantísimas, con el nombre en clave. "Estamos a punto de cerrar aunque haremos una excepción…" "...señora, la niña me dice que quiere un bañador de papel, ¿eso existe?..." "¡Iaia, míralos, están aquí colgados, son estos, los Diana...¿a qué son preciosos?...!"
Quién si no ella, mi abuela, me hubiera acompañado hasta el fin del mundo y más allá con tal de verme feliz. A quien si no a ella podía yo ir a ver cada vez que me compraba cualquier cosa, corriendo feliz por el patio con las etiquetas aún colgadas, para entrar en el comedor y hacerle el pase de modelo y oirla decir "¡qué bien que te sienta!".

La segunda historia es de color rojo, tiene un sol naciente en su interior, y contiene la fuerza de un viento seco y frío, el Mistral.

A los quince años, uno no quiere ser ni auténtico ni especial, solamente quiere sentirse parte del grupo. Si para ello tiene que ir vestido como el resto, por muy ridículo que sea el atuendo, lo hace y tan feliz...
El verano tocaba a su fin, y como cada año, lo disfrutábamos en el camping La Cerdanya, rodeados de verdes prados, majestousas montañas y nubes de algodón que iban apareciendo, amenazadoras, de tarde en tarde. Al acabarse un día de aquellos, fui a ducharme y colgado de un gancho vi un bañador olvidado de color rojo, el color favorito de mi madre. Lo toqué y percibí una suavidad especial. Tenía un sol y unos dibujos en el centro y en vertical se leía: Mistral. Me fui hacia casa y algo me rondó por la cabeza, y cuando pasaron un par de horas lo decidí: “Voy a volver, si no lo cojo yo, lo hará otra. No estará, pero si sigue ahí, es que me está esperando”.... Inmóvil, se dejó atrapar y hasta terminar el verano quedó escondido en mi maleta, ya que su dueña debía estar aún de vacaciones y me corroía la mala conciencia. Pero ya no podía dar marcha atrás y solo me atreví a ponérmelo unas pocas veces en público, ¡creía que todo el mundo se daría cuenta!. Se convirtió en mi bañador para tomar el sol  en casa, a escondidas, a pesar que era de un rojo espectacular.


La tercera historia es de color amarillo , está poblado de verdes tropicales y huele a mar, a sal y a noches estrelladas.

Nunca fui una chica popular, no destaqué nunca por mi físico y mi cara era de esas tan raras como las que cantaba entonces Mecano en La Fuerza del Destino. Sin embargo, al rodearme de chicas guapas algo se me contagió, quizás un poquito de su elegancia o el desparpajo con el que hablaban con los chicos. Recuerdo que hubo un tiempo en el que, ciertamente, ellos se acercaron a mí. Supongo que fue entonces cuando alguien nos reunió a unos cuantos en la discoteca donde los chavales descubríamos las pasiones de la adolescencia para decirnos que próximamente iba a celebrarse un pase de modelos allí y que si nuestros padres nos dejaban, habíamos sido los elegidos (yo entre los guapos, ¡increible!), para desfilar. Cada noche durante semanas el destino me obsequió com formar parte de un cuento para quinceañeras: poder andar contoneando las caderas bajo la música y los focos sintiéndome una verdadera estrella. Durante los ensayos, una de las organizadoras me llevaba personalmente a casa en su coche, y yo me subía a aquel bólido lleno de luces y me sentía importante. 
Maquillaje, peluquería, sesiones para ponerte morena (¡en aquel entonces era lo nunca visto!)…,¡fue un auténtico sueño! Nos obsequiaron con un último regalo: poder escoger uno de los bañadores con los que habíamos desfilado y yo me quedé un bellísimo modelo que dejaba los hombros desnudos. “Contemplo desde lejos a Cris con su bañador de “patillas" y ahora creo que me gusta de verdad...”.Esas tiernas palabras las escribía mientras tanto algún amor perdido de aquel entonces, aunque esa, fue otra historia…


Después de sumergirme arropada por el azul, rojo y amarillo de tres bañadores emblemáticos de mi vida, no puedo dejar de sentirme una auténtica sirena nadando en un plácido mar...