19 agosto 2012

Una vida tras la ventana

Algunas de las noches de verano me regalan la posibilidad de convivir con los que ya no están en una escena tan vívida y natural, que incluso tengo que agitar la cabeza al final para cerciorarme que no es posible, que hace mucho que se fueron, y que si aún estuvieran, seguro que su imagen ya no sería la misma.
Hoy he soñado con mi abuela. Estaba en el gran comedor de su casa, con las luces de la vieja araña encendidas. Debía ser tarde, pues en su casa había la costumbre de dejar que la oscuridad invadiera la estancia antes de darle al interruptor de la luz. Ella estaba sentada en su pequeña silla de mimbre, la que prefería a todas las demás, no sé porqué. Lo que me sorprendió es que no se hallara frente a la ventana, a pesar que ese era su lugar desde siempre...
Cuando éramos unos enanos, allí nos cantaba sus canciones mientras nos mecía en sus rodillas, y eran tan fáciles de tararear como las zarzuelas que le encantaban:
Bisturí, bisturí
Se quería casar
Y quería vivir
A la orilla del mar
Y gastaba levita
Pantalón y fusil
Y por eso le llaman
Bisturí, bisturí.                                           La Rosa del Azafrán
Cuando crecimos un poco, ahí siempre la encontrábamos al regreso de cualquier parte, ya fuera del colegio, justo después de las cinco, o en verano, de la horchatería de la esquina, cargados de ilusión con una lechera helada de color limón con no mucho hielo, como nos repetía siempre mi madre. La puerta de hierro granate nos ayudaba entonces a alcanzar el timbre allá en lo alto enganchando pies y manos a sus barrotes. Aunque nos había visto desde lejos, nos dejaba hacer, pues para eso éramos sus nietos y ella, nuestra única abuela.
Desde allí también tejió con amor gorros verdes o bufandas granates, mantas de cuadros con retales y ponchos con flecos. Durante largas tardes creó para nosotros un regalo, un presente, que lucíamos para su orgullo y a veces para nuestro fastidio, en cada foto de los dos hermanos.
Siempre estaba, imperturbable, y en cuanto nos veía girar la calle, agitaba la mano para saludarnos. No sé cómo lo hacía pero nos veía a pesar que tratábamos de escondernos, ¡cómo me fastidiaba durante la adolescencia que pudiera distinguir mi figura desde tan lejos!...
Sin embargo, al final de sus días, se fue desvaneciendo: los dolores vencieron al fuerte carácter que tenía, perdió la necesidad de controlarlo todo y a todos, y después de visitar el hospital por segunda vez, dejó de ser presumida y su pelo se volvió blanco …Tanto se desdibujó que incluso dejó de lado sus costumbres y olvidó su sillita de mimbre favorita. Dejó de estar frente a la ventana y nos solía esperar desde donde la sentaban, en el amplio sofá de color ocre. Como no oía nada y se hallaba medio dormida, yo atravesaba la puerta de un salto para que pudiera sentir como mis pasos retumbaban en el suelo oscuro de dibujos infinitos. Entonces ella alzaba la vista, me sonreía y le decía a la señora que la cuidaba: ¡Es mi nieta, Cristina!
Pero la noche pasada, ella volvió  con su pelo de color marrón brillante, sentada muy digna en su silla de mimbre, aunque esta vez, en lugar de la ventana, había preferido estar en medio del salón. Al acercarme, ví que ojeaba un libro con una portada de alegres colores, que se titulaba Mujercitas. Justo después, la oí decir su cantinela tan característica para tener controlados los pasos de mi abuelo: Andreeeeeeeu, on ets? , y entonces agité la cabeza porque aquello si que no podía creérmelo, ya que mi querido abuelo se fue mucho antes …
Por fortuna, aunque ya no estén, vuelvo a visitarlos algunas noches de verano…

05 agosto 2012

Espíritu olímpico

Un amigo mío me contó una vez que el espíritu de sacrificio lo forjó bien temprano durante los años en los que entrenábamos dos veces al día. Para los que lo vivimos, sabemos que, como muchos otros, la natación es un deporte mental, ya que compites contra tí mismo y tus inseguridades. Además, la natación es muy dura, porque a los quince años ya se te considera adulto y tienes que competir con cualquiera, aunque te pase un palmo o tenga muchos años más que tú.
Cuando miro atrás, estoy de acuerdo que aquellos fueron unos años de mucho esfuerzo tanto mental como físico, y probablemente eso nos hizo distintos a muchos niños, pero también creo que, al menos en mi caso, es de las primeras y quizás poquitas cosas que decidí por mi misma, y de ello me siento muy orgullosa. Y algo tenía que tener ese deporte, porque veinte años más tarde, la mayoría de los que nadábamos juntos en aquel entonces, hemos vuelto a por nuestras gafas y gorro para disfrutar del inconfundible olor a infacia que nos trae el cloro de la piscina.
Y yendo hacia atrás, me he detenido justo en un invierno. En aquel entonces, me levantaba cuando aún noche era bien negra, o al menos eso me parecía a mi, y en ayunas, (no había manera de tomarse una naranjada sin pasarlo mal) me lanzaba a las frías aguas de la piscina. Aunque mi padre me había acompañado en coche hasta la puerta de la piscina, desde que le decía adiós y cerraba la puerta del coche, me hallaba sola frente al mundo. A las ocho en punto, después del entreno de una hora, en lugar del crono, mi vista se posaba en el reloj de pulsera, porque desde entonces cada minuto contaba, ¡acababa de empezar mi otra carrera!.

A aquellas horas las demás niñas de 12 años se estaban levantando, pero yo aún tenía que llegar al colegio desde la otra punta de la ciudad. Salía con el pelo mojado a salvo del frío bajo mi gorro de lana verde que mi abuela había teijdo con todo su amor, y por la calle del Mar, soló oía el trotar de mis botas de ante marrón. Al girar la calle, hacía una breve parada en la granja donde ya desayunaba mi madre cuando era joven, que tenía unas grandes madalenas expuestas en la barra que me parecía altísima. Allí pedía un vaso de leche con Eko, y las señoras me lo servían humeante con una cuchara infinita. Después de desayunar seguía corriendo calle arriba hasta llegar al autobús, que se detenía con un resoplido de máquina al ver llegar a una chiquilla con un gorro y una bolsa naranja cruzada en el pecho.
Desde el momento en que me sentaba, dejaba la bolsa y me quitaba el gorro, después de hacer un movimiento perrruno para terminar de secarme el pelo, me detenía del frenesí para observar durante unos minutos la ciudad a través de la ventanilla y dejarme llevar por el traqueteo del autobús, el ruido metálico de las puertas y el subir y bajar de las personas, algunas de las cuales ya empezaba a reconocer. Ese era un momento para para relajarme y descansar, aunque entonces no sabía que conseguir bajar los hombros, no pensar en nada y simplemente mirar afuera sería uno de los retos más difíciles en unos años.
Cuando llegaba al colegio, por supuesto, iba a un ritmo diferente que las otras niñas: cuando ellas empezaban a desperezarse, yo ya andaba haciendo tonterías, y cuando había que poner atención, yo no paraba de contar mis historias, mis aventuras, como la de que hoy el agua estaba heladísima porque se estropearon las calderas pero el entrenador nos hizo entrenar sin descansar para no notar el frío… ¡Santa paciencia la de la profesora!
desde aquí, mi más sincero agradecimiento.