26 febrero 2012

Mecidos por el viento

Si me dejo llevar, aunque no haya nada escrito, quizás el viento del norte me lleve hasta el prado verde inclinado donde solíamos estirarnos por las tardes. Una alfombra pintoresca salpicada de florecillas amarillas en verano, de amapolas en primavera, con tesoros escondidos entre el césped, como los preciados moixernons, los cuales, una vez, recogidos con tesón en una bolsa de plástico, fueron atrapados por el hocico de una traviesa setter marrón que nos obligó a toda la familia a perseguirla durante un buen rato en medio de un ataque de risa que nos hacía revolcarnos en aquella extensión de verde y paz.
Si me dejo llevar, a pesar de no tener tema sobre el que inspirarme, el viento volverá a llevarme de nuevo allí, al prado verde inclinado sobre el que nos deslizábamos dando volteretas cerrando los ojos hasta el final de la cuesta. Con las cabezas muy juntas, pronto descubrimos que a ras de suelo se hallaban diminutos caracoles rallados y filas de trabajadoras hormigas.
Bajo nuestra nariz nos asustaron abejorros sonoros, y acto seguido, nos alejamos hasta una valla que también zumbaba levemente. Uno de nosotros acercó la mano y saltó un chispazo, pero poco a poco, en orden de valentía, nos fuimos atreviendo a posar un dedo o un brazo probando que a mi no me pasa la corriente. Después de esta osadía, no podía faltar otra más, y otro días nos atrevimos con las ortigas, aquellas odiosas plantas que nos quemaban las piernas solo con rozarte. Un día nos acompañó un chico listo y nos dijo: “¿a qué soy capaz de cogerlas sin pincharme?" y con un gesto rápido, cortó un tallo y orgulloso, estiró el brazo hasta nosotros. Aprendimos el truco escuchándole con la boca abierta gracias a la impaciencia infantil y creo que todos, sin excepción, fuímos contándolo a otros tantos pequeñajos cuando nos llegó la oportunidad.
Si me dejo llevar, a pesar de no querer pensar, el viento me hará percibir el olor del prado verde inclinado con su hierba húmeda regada por el rocío de las noches de montaña. Llegar hasta allí no suponía pereza alguna, era nuestra aventura para cuando el sol iba cediendo a la tarde. Nos escapámos por el camino de carro que ascendía con la mirada hacia la pared vertical y gris de la montaña. Nos bañábamos los pies en la acequia por cuyo devenir saltironeaba un agua que nos hacía gritar de la impresión, y seguíamos hacia arriba, más allá, esquivando las cacas que habían dejado las vacas que ahora nos miraban de reojo mientras apuraban la última brizna de paja. Corríamos sin parar de hablar hasta colarnos con sumo cuidado por la valla electrificada y alcanzar nuestro territorio comanche: un gran rectángulo verde inclinado en el que por las tardes lo habitaban los gritos y las risas hasta la puesta de sol.
Nada se puede comparar con aquel prado verde inclinado. Nada se puede comparar con la dicha de aquellos momentos mágicos...

Al cabo de unos años, una carretera partió el prado por la mitad, pero en aquel entonces, por suerte, aquellos críos ya habían crecido. Y más tarde aún, cada uno volvería hasta aquel lugar través de los recuerdos mecidos por el viento.

12 febrero 2012

Mi reflejo en el espejo

Hoy estaba en una fiesta de cumpleaños en la que, como cada año, se repetía la misma escena: un pastel de chocolate con dos números humeantes estaba plantado en la mesa familiar y todos los invitados excepto uno, se alineaban a un lado, forzando una tenue sonrisa. Por fin, el flash ha hecho un chasquido y el retrato ha quedado congelado en la pantalla de la cámara. Justo después, la cámara de fotos ha volado de mano en mano para que cada uno pudiera observarse detenidamente y valorar lo bien que había quedado. Todos hemos hecho exactadamente eso, pero la única que ha hablado ha sido la abuelita, que al verse, ha declarado, sin más: mirad a la viejecita… y ha sonreído. Quizás nadie se haya dado cuenta de ese detalle, pero a mí me ha hecho reflexionar: ¿qué pensaré cuando en unos años, vea a una anciana  en el espejo?, ¿sentiré lástima, aceptaré que soy yo o sólo un reflejo de lo que fui?...
Ya soy consciente del paso del tiempo y ahora acepto que mi cara y mis ojos no tengan el brillo de antaño. Le doy la culpa al cansancio que arrastro durante la semana, a los dolores de cabeza que me aprietan las sienes. Las preocupaciones hacen estragos en la piel, es cierto. En eso momentos, me viene la imagen  del Retrato de Dorian Grey, cuando la espléndida belleza del protagonista captada en el cuadro se va marchitando cada vez que la persona real a la que refleja va sufriendo dolor, el cual es inherente a la propia vida.
Ya hace tiempo que unas sombras se sitúan bajo mis ojos en el espejo del baño. Al principio pensé que era efecto de la luz y me dediqué a mirarme en todos los espejos posibles: el del ascensor de casa, el del vestidor de cualquier tienda de ropa, en el pequeñín que guardo en el bolso…pero no encontré la explicación que buscaba. Un día me reencontré con un viejo amigo y de pronto me dí cuenta: al sonreírme, advertí unas leves bolsas en los ojos y unas rayitas que se le formaban cerca de los ojos al hablarme. Pronto me compré un maquillaje y pintarme se convirtió en una rutina más. 

Antes saltaba a una piscina y al instante me convertía en un pececillo, y salía del agua y me iba corriendo sin parar hacia el autobús, y al llegar a casa jugaba a subir las escaleras a pares.
Y hacía el pino en el patio y con mis primos y saltábamos a gomas o a la comba y nos agachábamos y nos volvíamos a agachar que los agachaditos no saben bailar.
Antes era impensable que la pierna me doliera sin un arañazo, o que me fallara una articulación si no se me había torcido un tobillo al saltar. Las muelas solo se movían para dar paso a otra que llegaba….¿por qué habría que temer a algo que no fueran los monstruos?
En todo ello pensaba justo después que la abuela observase su imagen en la pantalla.Y poco a poco me dí cuenta que ya llevaba bastante tiempo aceptándome, mis ojeras, mis arrugas, la peluquería para tapar las canas, mis dolores de espalda, mi miopía, todo ello ya formaba parte de mí y no me pesaba en absoluto. Creo que ahora estoy más tranquila y quizás cuando llegue el día de verme reflejada en el espejo, en un día de cumpleaños lejano, podré exclamar, como ella, con una sonrisa y sin pesar: mirad a la viejecita...!

04 febrero 2012

Ángeles como nosotros

Mantener la creencia de que el ser humano sólo se vuelve malvado por los avatares del destino, por la codicia desmesurada, por una inseguridad latente o por la simple y llana envidia, hacen posible que algunos de nosotros aún podamos observar de vez en cuando a ángeles anónimos que se cruzan en nuestras vidas.
Sin embargo, yo no creo que sean ángeles como los del Cielo sobre Berlín, que te observaban desde lo alto con una mirada distante con un deje de lástima, al darse cuenta de la facilidad con la que nos complicamos la existencia, dejando de amar para concentrarnos en anhelar lo que aún no tenemos. Quizás por ser tan perfectos y elevados, debe ser difícil encontrarse con ellos.



Los ángeles que yo he visto se han ido desvaneciendo de mi memoria porque son muy livianos. Se esconden normalmente en lugares muy sencillos y toman la forma de personas de carne y hueso. Pueden ser enfermeras de grandes ojos azules con una voz dulcísima que te arrullan para distraerte al ponerte los puntos de sutura tras un accidente casero, o ser taxistas con mil historias para compartir, que te hacen el viaje más amable y te arrancan finalmente una sonrisa a pesar que subiste nervioso y frenético. Los ángeles anónimos se encuentran en los párquings subterráneos dispuestos a indicarte una dirección o el camino más sencillo o se hallan sentados en un banco y te regalan unos buenos días justo en el momento en que empezabas a sentirte solo.
Algunos ángeles no sólo se cruzan contigo sino que te dan un abrazo para espantar a la tristeza que arrastrabas desde hace semanas y otros te llaman por teléfono y te mantienen despierto a base de un sinfín de bromas.
Hay personas normales que pueden convertirse por arte de magia en ángeles por un instante: como aquel día en el que alguien escucha por la radio tu canción favorita y te la pone al otro lado del teléfono o cuando suena un ring desde el otro lado del mundo para desearte feliz año durante las doce campanadas. Hay días en que alguien te dice aquello que llevas días esperando y de repente pasas de la desidia a la dicha, sin más.
Todos ellos transforman un día normal en un día único, porque llenan con un guiño el hueco que tenías en el corazon. Ello hace arrepentirte de haber dejado de creer en que el ser humano es maravilloso.
No sé si tu has visto un ángel esta mañana, pero yo te advierto que están aquí, a nuestro alrededor. Solo tienes que confiar, dejarte llevar y verás cómo te guiñan el ojo...
O quizás prefieras probar a ser tú un ángel por un instante: ¿por qué no lo pruebas?...