21 agosto 2011

El momento adecuado

Cuando eres un crío, no puedes llegar a comprender cómo a los mayores les puede gustar beber vino.
A mi me sucedía con el vino y también con los espárragos, y aún ahora, aunque me encanta compartir una buena comida con un vino a juego, soy incapaz de recordar su nombre después de apurar la última gota. Sin embargo, no me sucede lo mismo con los restaurantes. Pasen los años que pasen, si alguien me pregunta por un lugar donde yo haya estado o que alguien me haya recomendado, inmediatamente le digo el nombre. Por designios del destino, poseo un resorte natural que me traslada directamente hasta aquel sitio, y de ahí al momento, y justo desde allí hasta aquel instante. Como si hubiera sucedido ayer…
Hoy he comido en un restaurante donde estuve por primera vez hace exactamente o quizás más o menos unos veinte años. En aquella ocasión era invierno, casi rozando a la primavera, era un sábado por la noche y lo recuerdo tan nítidamente porque era mi cumpleaños. Con toda su buena intención, mi novio me invitó a celebrar mi tierna edad a un restaurante de ambiente clásico, con decoración en tonos salmón y con una lista de precios  desproporcionada para nosotros. Recuerdo tener frío en aquella mesa, pero me alegré de estar sentada en un rincón de la sala, lejos de los ojos de los comensales que nos doblaban en edad y en compostura.
Aunque debería estar encantada con aquel regalo, lo pasé mal durante toda la cena, haciendo sumas y más sumas para no pedir más de la cuenta y descubrir al final de la cena, que no teníamos suficiente dinero. Con mi imaginación latente, seguro que surgió más de una vez la imagen de una gran cocina con montañas de platos por fregar. El dinero se nos escurría dentro de los bolsillos, ya que a los veinte años las tarjetas de crédito eran como beber vino, una costumbre solo al alcance de los padres.
Después de la cena, salimos del local bien erguidos, guapos como todos los jóvenes. Mientras bajaba las escaleras del restaurante hacia el parking, respiré profundamente el aire fresco de la noche y deseé con todas mis fuerzas llegar pronto a la discoteca para poder bailar libremente a mis anchas, ya que en ese momento, me sentí increiblemente vieja.
Fue entonces cuando prometí que nunca volvería a adelantar el momento para ejercer de mayor. Quizás sea esa la causa por la que, aún ahora, soy incapaz de recordar el nombre de los vinos que bebo…

PD. Dedicado al restaurante Palmira, con su excelente comida.

13 agosto 2011

Tailandia en un susurro

Llevaba días preguntándome cómo podía acabar mi paseo por estos paisajes lejanos. Quería que fuera con algún detalle que se hubiera colado en la historia sin motivo aparente, pero no hallaba la forma: ¿cómo resumir en unas líneas algo tan amplio como un país?. La solución llegó una tarde cualquiera, a través de una experiencia superficial, incluso banal, y fue clara y directa como una flecha, y por fin, Tailandia se concentró para mí en un solo instante.


El hecho ocurrió en Koh Chang, una isla apartada de las rutas turísticas masivas, de esos paraísos a medio destruir por la edificación de complejos de pseudo lujo para asiáticos con dinero o europeos en su primer gran viaje con el corazón partío. Nosotros íbamos hacia allí buscando al sol que nos había esquivado durante todas las vacaciones, pero nuestra llegada fue un poco accidentada:  desembarcamos ya oscurecidos en el último ferri con necesidades básicas que cubrir -hambre y cansancio- y con las esperanzas bajo mínimos, ya que la tormenta no se había movido ni un solo centímetro por encima de nuestras cabezas. Después de un par de kilómetros con un bosque lluvioso e impenetrable vigilando nuestros movimientos, oímos un ruido sordo: habíamos pinchado una rueda de la autocaravana.

A pesar de la deshora y la lluvia torrencial, los vecinos de la aldea acudieron enseguida a ayudarnos, y nos prestaron una motocicleta y un guía para llegar hasta las sucias mazmorras de un mecánico. Después de una hora más de barro, lluvia y sudor tropical, la mitad del trabajo estaba hecho, y la rueda de repuesto ocupaba un lugar preferente. Solo faltaba encontrar un hotel donde nos dieran de comer y dormir y ya arreglaríamos el pinchazo al día siguiente. Después de amanecer, lo vimos todo mejor, y retrasamos cuanto pudimos la visita al castillo ennegrecido de bujías y neumáticos. Durante el arreglillo tuvimos que improvisar lugar donde comer, así que empezamos a andar por la carretera hacia las casas que se apelotonaban alrededor de la única carretera, en el también único lugar llano de la isla.
Elegimos uno los cientos de hotelitos pequeñines que se anunciaban en los carteles  con mucha fortuna, pues el lugar resultó ser idílico, con vistas a un brazo de mar que se adentraba en la selva. Además, los empleados tenían muchas ganas de trabajar porque en temporada de lluvias no hay mucho que hacer.

-Spa, Ma’m? –me dice una chica -We have a promotion today: if you buy one treatment, you will get one for free…Here you have the services…- me tiende una hoja fotocopiada con tres páginas llenas.
-Ok, thank you. I’ll take a look.
Me decidí por algo tan tonto como una pedicura.

-Can I come in 10 minutes?
-Oh, Yes, Ma’m.
Llegué al lugar señalado con el letrero “SPA”. Era un simple porche de madera, rodeado de selva frondosa que asomaba verde y espesa. La chica me hizo tomar asiento y se arrodilló a mis pies. Me puse a observar con lentitud aquel pequeño espacio por hacer algo y, de repente, apareció la pequeña Tailandia ante mis ojos.
La chica estaba ante mí, descalza, como mandan los cánones del respeto, mientras sus zapatos la esperaban a un lado de la tarima de madera sin barnizar, húmeda y ennegrecida de tanta lluvia. Gruesas palmeras se enfilaban hacia el cielo y en medio de sus troncos, cocos cortados en dos y vaciados, eran los tiestos perfectos para que orquídeas blancas se elevaran buscando la luz. Los geckos, (nuestras salamanquesas), corrían arriba y abajo por los entramados del porche cazando mosquitos para llenar sus panzas.
Súbitamente, un intenso olor a arroz llenó aquel diminuto espacio, “Jasmine rice tea, ma’m”, y ese olor me transportó a los infinitos campos de arroz que hemos atravesado con la mirada y los kilómetros. Después del sorbito del brebaje caliente, me di cuenta de que una música suave ascendía y tintineaba el aire, acompasando las tenues ráfagas de viento. Mientras tanto, ella seguía silenciosa actuado con movimientos sin peso, livianos, sentada con las piernas hacia atrás. Tenía el pelo negro, atado en una coleta, como suelen hacer aquí, con un lazo y una redecilla que lo recogía con prudencia, en las mejillas se percibían los restos de polvos de talco que usan para evitar los efectos del calor en la piel. Más allá, ante una mesa enorme, una chica sentada en la punta de una silla, borraba y escribía sin levantar la vista del papel con una parsimonia inimitable. Frente a ella, había un cuenco lleno de agua, con florecitas de vivos colores flotando en un dibujo sobre el agua, y en el suelo, un par de figuritas del elefante sagrado perennemente representado, nos daban una real bienvenida. Colgado del techo, el bambú hacía su aparición, con un par de ramas anchas cortadas al cuchillo, para albergar las bombillas que caían del techo con soportales de madera y hojas de parra de una solemnidad casi minimalista.
El bosque nos cantaba con el croar de una rana de vez en cuando, mientras nosotras nos dejábamos llevar por un tiempo que fluía con lentitud, con una calma imposible de romper….
Al fin me susurraron Ma’m we are finished, y entonces me desperté de mi pequeña Tailandia, la sencilla, la que sonríe honestamente, la que vive en los pueblos haciendo lo que sabe hacer: susurrar mientras crecen las plantas, los críos, al abrigo de sus raíces. 




PD.
Mis Fotos
Leonard Cohen de fondo 

04 agosto 2011

La mirada del turista

Una de las ventajas de viajar es que aprendes a respetar al otro, ya que al apreciar el mundo desde la humilde mirada de viajero, acabas entendiendo que hay cientos de maneras distintas de vivir la vida y todas ellas son igual de válidas.
Lo ves con facilidad en el momento en que te pones a explicar tu trabajo, aquel del cual en el fondo nos sentimos orgullosos y que nos tiene agarrados en una tela de araña invisible. Aunque nadie te interrumpa, acabas en cinco segundos, y ya antes de finalizar, sabes con certeza que tu interlocutor no ha entendido ni una palabra (aunque sonríe), y que lo que tanto te personaliza aquí, allí no tiene en absoluto ninguna utilidad.
Y es que en realidad, somos un diminuto grano de arena en medio del infinito universo. A pesar de ser insignificantes, somos muy orgullosos:
por ello tratamos de saltar muy alto para que los demás nos vean, por eso construimos edificios cada vez más elevados, por eso adelantamos a los demás sentados al volante de coches cada vez más apabullantes, por eso nos vestimos a la última y con los mejores complementos ...
El ejemplo lo encuentro con facilidad en la primera parada antes de bajarme en el aeropuerto del país de destino. Vamos a hacerle una visita de médico a Doha, la capital de Qatar, un inmenso secarral de viento y arena en el Golfo Pérsico. A mi se me antoja como la puerta hacia el infierno, ya que es imposible vivir respirando al aire libre, ya que si lo pruebas, las ráfagas del viento desértico de más de 45 grados te golpean la cara y sufres una especie de sensación de ahogo. Sin embargo, justo al llegar, dentro de la salvación del aire acondicionado del taxi, se te queda la boca abierta: enormes rascacielos surcan el horizonte, rodeados de amplias avenidas por donde circulan lujosos coches, mientras unos se van reflejando en los cristales del otro. Los beneficios de cientos de grandes círculos en la tierra para extraer petróleo  han permitido ese derroche de recursos a unos pocos poderosos y les deja seguir saltando hacia lo alto para que les vean:
"ahora queremos que el Tour de Francia empiece aquí " - un poco lejos de allí, ¿no?....
"ahora queremos organizar el próximo Mundial de fútbol"- ¿dónde piensan jugar para no morir abrasados?....
La paradoja de todo ello es que esa necesidad de ser admirados no les hace mirarse a sí mismos. Desde mi humilde punto de vista, son ciudadanos en blanco y negro: ellos con túnicas blancas y con un Iphone y billetes en el bolsillo y ellas con el cuerpo escondido totalmente bajo una negra sábana, comprando ávidamente carísimos bolsos de piel y sujetadores de encaje en centros comerciales que replican una Venecia de cartón piedra, con canales y gondolieri.
Pero hay que respetarlo todo, ya que fuera de nuestro entorno, no somos más que unos simples turistas: desde sus ojos, nos ven altos y torpones, con atuendos siempre inadecuados, sudorosos y cansinos, con pieles demasiado blancas que enrojecen con facilidad, y sin embargo con ganas de tumbarnos al sol, haciendo gestos que tratan de imitar los suyos, con más o menos soltura. Con la cámara pegada al cuerpo enloquecemos haciendo clicks cuando nos bajamos de la camioneta para turistas, ahora a un cartel carcomido en medio de la calle del mercado, entorpeciendo el tráficco, ahora a un templo sagrado poniendo a la chica y su sonrisa delante del Buda, o porqué no a un montón de flores que decoran el lobby del hotel para guiris o a un caracol que cruza tranquilamente en ese momento, a una fuente, click, a un árbol, click, a….nada.
Suerte que cuando el dedo se cansa de tratar de guardarlo todo, sacamos nuestro ojo de la mirilla y comenzamos a admirar por fin los pequeños detalles, esos que nunca pueden inmortalizarse en una fotografía.
Solo entonces empezamos a ser un poco más viajeros y menos turistas...