27 febrero 2011

Super 8

Debe ser la cinta de vídeo más antigua de la historia a juzgar por los colores descafeinados de la grabación. Para ser sincera, ni siquiera es vídeo sino un sistema anterior que se llamaba super 8.
Se cierran las luces, se hace el silencio y de repente empieza de nuevo aquel día…el día para el que tan a conciencia me había preparado.

Mi abuela se presentó en casa antes de hora, hecho que no le costó demasiado, pues llegaba desde  su casa solamente cruzando el patio pintado de blanco con unas cuantas macetas y un par de árboles maltrechos en el que jugábamos siempre. Oí  el ruido del muelle de su puerta al cerrarse e inmediatamente la tuve en mi habitación para comprobar qué guapa estaba, lo bien que me sentaba el vestidito que juntas habíamos escogido hacía ya unas cuantas tardes. Mi hermano pequeño no se enteraba de nada, pero por si acaso, ahí también estaba …
Encima de mi cama esparcidos estaban todos aquellos objetos, la mitad de los cuales servían más bien para poco, pero que todos ellos en conjunto tenían ese tono blanco beig como el día mismo. Mi padre, de lejos, nos gritaba: ¡vamos a llegar tarde, espavilad!
En la cinta me veo salir del portal de casa, muy seria…saludo vergonzosa a la cámara, continúo andando, doy un par de saltitos…Detrás, mi madre con mi hermano, mis abuelos también, arreglados para lo acasión.
No sé porqué precisamente la cámara no grabó el momento cumbre, aquel instante que debía convertirse en un después. Los momentos contuvieron payasos, marionetas, canciones, brindis de los mayores, reparto de postales, juegos, familia, vecinos y amigos pero se olvidaron de aquel gesto sutil y profundo: mi cara de decepción al comprobar que al tomar la ostia consagrada por Dios, nada ocurría. Mi mente no se llenaba de paz, mi cuerpo no se elevaba del suelo. Tanto nos habían contado en el cole y tan bien nos habían preparado para aquel día crucial, que al producirse ningun efecto percibible, aquel momento se convirtió para el futuro en mi primera gran decepción mediática.
Suerte que el super 8 ha guardado todo el resto para poder rememorarlo siempre y sonreir.

19 febrero 2011

Viajes con tinta

Hace unos años, paseando por Sitges, vi un mensaje escrito en una galería de pintura que se me quedó grabado: “el arte empieza cuando vivir no basta para vivir la vida”. Supongo que fue porque aquel mensaje respondía a la eterna pregunta que yo siempre me había hecho: ¿qué sería de la vida sin emoción, sin desequilibrio, sin dudas, sin las apasionantes curvas?
Desde muy pequeña, me he debatido entre la necesidad de formar parte de un grupo y las ganas de ser diferente: a los siete años, andaba diciendo a mis padres que yo era un ángel, pero para que nadie lo notara, cuando me caía al suelo y me hacía daño, de mis rasguños salía sangre. En los veranos, con los críos, jugábamos a atrevernos a esto o aquello, y yo recuerdo agarrar un puñado de ortigas, apretarlas en mi puño unos segundos aguantando la respiración, y decirles :a mi no me pican.

Sentirme parte del grupo fue la típica obsesión de adolescente, por aquel entonces solo quería parecerme a ellas, vestir como ellas, hablar como ellas y confundirme con ellas, pero al llegar a casa, rebuscaba en el cajón mi diario, ponía música y entonces observaba el mundo desde mi perspectiva, y me inventaba poesías y me sentía absolutamente libre. Sin embargo, también me sentía sola, y eso me entristecía, incluso me asustaba. Mis padres, como para la mayoría de mi edad, eran seres lejanos y fríos y no me entendían.
Escribir se convirtió desde entonces en el sitio plácido donde sentirme segura, y tengo que darle las gracias pues me ha salvado de muchos naufragios: a una hoja de papel me agarré el día de la muerte súbita de una de las personas más importantes para mí, mi abuelo, mientras gente mala irrumpía en mi casa hablando de repartos y de dinero, en un lenguaje extraño y nuevo, pero también muchas veces la escritura me ha permitido expresar exactamente aquello que me sucedía: recuerdo estar con compañeros de trabajo en un restaurante  y recibir una notícia inesperada y quedarme en shock: ellos aún recuerdan mi cara, decirles, no quiero hablar, y garabatear en una libreta pequeña durante largos minutos. Pero gracias también a las palabras, pequeños sucesos se han convertido en cuentos, en historias, que hasta yo misma me he creído, y que he podido compartir con otros.
Papel y pluma, o si no lápiz y servilletas de colores o aquellos rectángulos que evitan los caros manteles en muchos bares, pero también listas de supermercados o postales encontradas…siempre que  necesité un refugio o transmitir una emoción y no había nadie por allí, ahí estaba la bendita página en blanco para ser usada…
Cuando la realidad no bastaba, solo necesitaba mirar hacia arriba, o fijarme en un detalle y escaparme volando para inventarme una historia.
Con el tiempo, he aprendido que el arte es importante, y sin él, la vida no es suficiente para un artista, pero que confundir el arte con la excusa perfecta para esfumarse es también un camino peligroso. Un día tuve que escoger si marcharme a la luna o quedarme a vivir la vida, que aún con sinsabores, es absolutamente maravillosa. Decidí el suelo y por ahora, soy dueña de una goma elástica, como aquella con la que saltan los niños en las ferias, para salir de vez en cuando a volar.
Viajo y vuelvo, sencillamente, a través de las palabras, dejándolas ser…
¡Fácil, divertido ...y  gratis...!

12 febrero 2011

Encants Vells

La primera vez que fui allí era solo una niña. Debía de tener unos cinco años y me llevaron mis padres uno de esos domingos preciosos, calurosos, poco antes del día de la Palma, un día especial para mí porque era costumbre que todos los niños estrenasen entonces el vestido de primavera. Lo recuerdo muy bien porque mi madre, que no atendía a modas ni a estaciones, quiso adelantarse y me vistió con un vestido beig no sin antes asegurarse que no pasase frío obligándome a ponerme un jersey de cuello alto fino debajo de la ropa de manga corta.
Aquel día íbamos los cuatro de aventura a la ciudad, y el destino no era ni el parque de atracciones ni el rompeolas, sino subirnos por primera vez a la velocidad del metro y bajar en los Encants de Glories.
Recuerdo que me pareció un lugar inmenso, abigarrado, lleno de gente. Desde el principio le di la mano a mi padre, porque así podía mirar atentamente todo aquel espectáculo sin temor a perderme. La plaza estaba llena de puestecillos con toldos de lona. Estaban muy pegados los unos con otros pero cada uno contenía regalos esparcidos para mi vista: centenares de sellos en cuadernos de plástico, monedas antiguas como las que guardaba mi padre en la mesita de noche y más allá persianas que se abrían para contemplar colecciones de muebles, sillas y lámparas. En medio del caos había una zona donde nos parábamos los niños para admirar muñecas y juguetes. Justo ahí estaban los puestos de churros y también los vendedores de golosinas y de globos de colores.  
Todo aquello tan emocionante se amontonaba en una gran plaza descubierta de la que salían callejuelas estrechas que escondían nuevas sorpresas. Era increible que hubiera surgido un lugar así un día de domingo cualquiera.
No volví a redescubrir aquel lugar encantado hasta muchos años después. Aquella vez la razón no fue ir a buscar un entretenimiento para los niños en domingo, ya que por aquel entonces yo era una adolescente y prefería ir de tiendas con mis amigas y hablar con ellas de nuestras cosas que nadie más sabía.
Una de ellas, la más moderna, la más atrevida y la que en el fondo todas envidiábamos, me propuso acercarnos a los Encantes, porque alguien le había dicho que allí vendían ropa de segunda mano distinta a cualquier otra. Llegamos allí en metro también, pero entonces ya no percibí las altas velocidades de aquel tren subterráneo como la primera vez. Ni siquiera recuerdo ver algo más que ropa: había montañas de prendas, y estas olían a piel o a naftalina y a humedad. Algunas de ellas contenían aún aquel hálito de vida de las personas que un día las usaron. Seguro que en sus bolsillos quedaban aún restos de los protagonistas que un día las lucieron: quizás artistas, famosas, señoras con abrigos largos de piel de zorro altivas y mudas. Sin embargo, ahora estas piezas estaban abandonadas, enterradas entre pantalones, camisas o vestidos de fiesta con lentejuelas olvidadas. Aquella plaza me pareció aquel dia una especie de cementerio para la memoria: cuadros mal vendidos, sillones desvencijados y una vida maltrecha. Me largué de allí sin comprar nada mientras mi amiga se llevaba en una bolsa una cazadora de piel marrón.
Hoy la casualidad me ha llevado hasta allí, veinte años más tarde. Hoy sin embargo, la bicicleta, como otro turista más, ha sido mi medio de transporte. He bajado de nuevo las escaleras de la plaza y he descubierto un mundo nuevo, distinto y por un momento he viajado hasta las medinas marroquíes pero sin especias ni colores y he reconocido el bullicio de las zonas comerciales de las ciudades de Nepal…No me ha parecido ver a padres como al mío, ni adolescentes quinceañeras buscando un complemento a su atuendo, pero sí que he visto figuras similares pero de pueblos distintos, de razas y culturas diversas: africanos, paquistaníes, indios, sudamericanos…
Todos ellos han encontrado en ese espacio el tipo de comercio que pueden pagar, y de nuevo, la plaza hierve con el mismo espectáculo pero adaptado a los nuevos destinatarios: vendedores gritan para atraer a las señoras, los chicos se llevan atados los cartones en sus bicicletas  y terceras generaciones de mandos a distancia, muebles viejos, cuadros, juguetes y cajas de zapatos yacen sobre sábanas sobre el asfalto…
He subido las escaleras de la plaza y he regresado a la Barcelona que conozco. Un mismo sitio y sin embargo, con tres visiones distintas a través de los años. Increible, ¿no?
Me alegro que los espacios nunca mueran, que evolucionen y que se adapten a la gente, espero que en su devenir se crucen nuevas miradas para este lugar poliédrico: els Encants de Glories.  

06 febrero 2011

El primer beso

El lunes por la mañana, durante  mi trayecto en coche desde casa hacia las montañas donde ahora trabajo, ocurrió algo que alteró mi rutina entre radiofónica y de reflexión ante el día que me esperaba.
Justo después de la canción, en el programa matinal, el locutor  dijo: “...y nuestra pregunta de hoy es la siguiente: ¿os acordáis de vuestro primer beso?, ¿cómo fué? …Contadnos vuestra experiencia en nuestro muro de facebook y participaréis...”
Fueron esas palabras mágicas las que me catapultaron en unos segundos hacia un mundo que tenía olvidado, hacia los veranos de pantalón corto y camiseta de tirantes, el pelo sempre mojado, el día entero jugando en la piscina, dejándome llegar hasta las noches con un cielo de millones de estrellas y una atmósfera limpia y fresca. Un momento tan perdido, tan personal y pequeño, pero sin embargo, tan poderoso...
Un verano en la Cerdaña, como cada año y una tarde de cine de pueblo, una bolsa llena de chucherías de colores compradas en el bar de sillas incómodas con olor a viejo, una película de acción imposible de entender para una niña de once años, y el desafío de unir dos extremos de regaliz blandita de color rojo en un beso furtivo.
Justo al final de la película, como si lo tuvieses estudiado, como si hubieras esperado ese justo momento antes de que abrieran las luces para atreverte a pedirlo. Y durante todo el tiempo en que lo meditabas, tu mano sobre la mía, y yo una hora y media aguantando la respiración. Ni siquiera moverme, ni siquiera mirarte, ¿cómo aguantar tu mirada de color verde y tu cara de niño sin sonrojarme? Sí, ya sé que no te gustaba oirlo, pero así era, a pesar que tuvieras 3 años más que yo, a pesar que fueras de la gran ciudad y yo de un pueblo industrial que solo conocías de oidas, eras tan ingenuo como yo. Me dijiste mañana me marcho, se terminan mis vacaciones, no vayas a olvidarme, y a mí si me mezclaba una suerte de pena y alivio que convivivían en una verbena de música y color. Durante la película me hiciste repetir contigo el teléfono de tus padres, que nos queda un año para volvernos a ver, pero nunca lo llegué a marcar. Sin embargo, aún hoy después de más de veinte años, podría volverlo a decir sin equivocarme.

Hay vivencias que son increiblemente borrosas y otras que son tan vívidas que tienen olores y texturas de luz. Recuerdo aquel tímido beso, es verdad, pero lo que más me conmueve es sobre todo esa mano cálida, distinta a cualquier otra, cargada de la intensidad e inocencia de un niño.Hay instantes que deben ser únicos para ser mágicos.
Volviste al año siguiente como prometiste, y continuaste ofreciéndome tu mano escondida bajo aquella mesa hecha de medios troncos barnizados mientras jugábamos con nuestro grupo de amigos, o cuando nos íbamos por la noche con la pandilla a escuchar música en aquel coche abandonado que era nuestro sítio secreto o cuando nos aventurábamos con la luna entre grillos y  voces juveniles hasta el cementerio del pueblo de al lado. Una de aquellas noches sentenciaste, orgulloso: “nunca me olvidarás… a pesar de que pasen los años…”. Ya entonces yo era muy orgullosa y me reí de ti: ” ¡qué creido eres...!”
Debo reconocer con nostalgia que tenías razón. Y de verdad me alegro que sea así…
Acabo de llegar a mi destino. En diez minutos estaré trabajando. Espero que la vida te haya tratado bien…
¿qué hago hablando con nadie?...
Deben de haber sido las palabras mágicas…